Una 'expat' en la capital de Países Bajos, Ámsterdam | iStock

Economía

Desde Amsterdam y Barcelona: menos selfies y más álbumes

El encanto de una ciudad es su vida, su gente, la forma que tiene de vivir y llevar a cabo sus tareas cotidianas

Llevo casi dos años viviendo en Ámsterdam, pero hay temas que todavía son un reto para mí. Lo primero es saber qué soy: soy una persona que pasa por allí, alguien que está arraigando y dejando rastro en una capital europea, alguien que huye para descubrir cosas nuevas o una mujer moderna contemporánea perdida por las dinámicas del capitalismo estático que busca respuestas en sitios remotos pero magníficamente de acuerdo a la estética de sus tiempos? Los vuelcos que pueden llegar a dar nuestras cabezas cuando no tenemos certezas son, sin lugar a dudas, expansivos. A la gente como yo, postuniversitaria, con trabajo y que no se ha movido por necesidad, se nos dice expats. Pero a mí esta palabra no me gusta nada, no sólo por el privilegio que recoge, que es inevitable y del que no puedo rehuir, sino por la actitud que estas personas tienen hacia el resto de ciudadanía del país que los acoge, y respeto a efectos nocivos que generan tanto en su ecosistema como en sus dinámicas.

La ciudad de Barcelona, ​​como Ámsterdam, pero también Lisboa o Nápoles, se han convertido en escenarios en la vida de profesionales jóvenes que buscan desconectar en un lugar bonito

Aunque me vaya muy bien, a veces me sabe mal, que en Ámsterdam no se hable más holandés. Siento no sentir la imperiosa necesidad de aprender la lengua para sentirme parte de su comunidad, porque todo el mundo entiende el inglés y es innecesario cambiar de registro. En los últimos meses, he notado que a los holandeses les hace mucha ilusión, cuando hablas su idioma, aunque sea pisándole sin compasión con un "is goed, dank je" bienintencionado pero claramente mal pronunciado. También me sabe mal cuando veo tiendas de souvenirs, el gran enemigo silencioso de las ciudades "de moda", y también lugares de comida rápida 24 horas para turistas embriagados que vuelvan de fiesta y necesitan una hamburguesa, unas patatas o una pizza frita. Asimismo, me sabe mal cuando el centro es impracticable durante los fines de semana. ¿Pero en qué rol me ponen estos sentimientos cuando yo también he decidido venir aquí, cuando me quejo de lo mismo en Barcelona?

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En Barcelona hay aproximadamente unos 100.000 expats. ¿Qué hacen estas personas? Pues supongo que algunas personas sacan al perro a pasear, otras trabajan muchas horas y otras pocas, a algunos les gusta emborracharse los fines de semana y algunos son más de peli y manta. El problema no radica en los casos individuales, sino en el efecto y la transformación, en mi opinión innecesaria, que ha hecho la ciudad para adaptarse a estas personas. La ciudad de Barcelona, ​​como Ámsterdam, pero también Lisboa o Nápoles, se han convertido en escenarios en la vida de profesionales jóvenes que buscan desconectar en un lugar bonito, con el precio a pagar de la gentrificación, la sobrepoblación de las ciudades y una expulsión constante de las clases con menos recursos económicos de la ciudad.

Visitar una ciudad significa entender cómo funciona, no que se ponga al servicio de su turismo y sus actividades, sino más bien lo contrario

Pero como nos gusta repetir a los politólogos, la correlación no implica causalidad, y es que para cortar estos efectos negativos se pueden hacer dos cosas muy importantes. La primera es dejar de prostituir a nuestras ciudades. El encanto de una ciudad es su vida, su gente, la forma que tiene de vivir y llevar a cabo sus tareas cotidianas. No es necesario tener cadenas de restaurantes que están en todas partes, ni tantas tiendas, ni que todo sea "visitable" o "souvenirizable". Visitar una ciudad significa entender cómo funciona, no que se ponga al servicio de su turismo y sus actividades, sino más bien lo contrario. Hacemos que el parque temático en el que se ha convertido Barcelona vuelva a ser una ciudad preciosa que todo el mundo quiera visitar por su encanto particular, y no por ser una madriguera de free tours y figuras de plástico de la Sagrada Familia o el Parque Güell. La segunda es regulación. Sí, sé cómo suena. Y sí, sé que no es una medida popular, pero no me creo que todo el mundo que venga a Barcelona esté feliz, encantado y contento de compartir la ciudad con órdenes de turistas haciendo fotos, aglomeraciones, y no pudiendo disfrutar de la tranquilidad que debería llevar una ciudad con tanta historia, cultura y diversidad. Desde listas de espera a limitaciones de los visitantes, debemos ser más valientes para devolver a la ciudad su cotidianidad ya las personas su habitabilidad.

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El turismo, de corta o larga duración, puede ser positivo, pero no debemos perder el culo por ello. Como en el amor, al final será el equilibrio y sensatez lo que haga que una relación dure y tenga frutos. Debemos dejarnos de relaciones tóxicas que lo dan todo en pocos meses y entran en ciclos viciosos y repetitivos para buscar la plenitud en las inversiones a largo plazo, fortalecer las dinámicas y hacerlas sostenibles para ambos lados. Menos selfies y más álbumes.