El análisis
Leviatan y demiurgos o cómo entenderse
No puede ser que haya fondos disponibles para dar la ayuda mínima de reinserción a toda la población y solo llegue a uno de cada diez
Desde que Hobbes identificó el Estado con el Leviatán, demasiada gente considera que la función pública consiste fundamentalmente en chupar el dinero a los privados. Contra esta simplificación malintencionada, aparte de ponerse de acuerdo en la cuantía de los impuestos y en qué servicios –que no es el objetivo de este artículo–, el problema a resolver es como conseguir que los ciudadanos reciban puntualmente y adecuadamente los servicios públicos por los que la mayoría cotizan religiosamente. La constatación de que los servicios no llegan ni en tiempo ni en forma se patentiza con un par de datos estremecedores: el 90% de las personas pobres en España no llega a recibir la ayuda mínima de reinserción; y, como decíamos la semana pasada, solo el 2,4% de las pymes ha solicitado los fondos Next Generation. ¿Dónde están los demiurgos que lo faciliten?
El demiurgo aparece por primera vez en los últimos diálogos de Platón. Timeo de Lócrida usa este calificativo para referirse a una divinidad que crea y que actúa para enderezar el caos. Desde esta visión platónica del creador, el concepto se ha ido ensanchando a lo largo de la historia hasta identificarlo con aquel que se dedica a ordenar, a impulsar, a tender puentes entre la nada y las cosas materiales; incluso, a un maestro que conduce sus alumnos hacia la construcción de un cuerpo doctrinal para aplicarlo a la práctica. Es decir, el demiurgo es el mago que traslada las ideas a la realidad.
La literatura sobre el infierno se ha ensañado en tres personaje, Lucífer, Belial y Leviatán. Los cultos satánicos los consideran la trinidad demoníaca. El más malo de todos se el tercero. Los judíos lo consideraban la encarnación del mal; el cristianismo, la personalización del maligno –incluso lo identifican con la serpiente con la que Adam tentó a Eva–. Paul Auster toma su nombre para una de sus primeras novelas. El protagonista es a la vez él mismo y su contrario –Peter Aaron y Benjamin Sachs–; el bien y el mal. Pero quien va más allá con el personaje diabólico es Thomas Hobbes que, a mediados del siglo XVII, se atreve a tildar al Estado de Leviatán. Si los seres humanos, dice, son egoístas por naturaleza y belicosos –homo homini lupus est–, es necesario que sean sometidos por un poder fuerte que los protejan, los pacifiquen, haga progresar a la sociedad y les diga qué deben hacer. Para consagrar estos compromisos mutuos, los ciudadanos y el Estado firman un pacto social. Al servicio de preservar la sociedad de los males que serían capaces de hacer los ciudadanos por su cuenta, Hobbes está dispuesto a enterrar, por ejemplo, la separación de poderes, que ciento años después proclamaría Montesquiu en L'Esprit des lois. Sin tener nada que ver con el Leviatán ni con los demonios, y menos todavía con las restricciones de las libertades, Keynes y Galbraith, en el siglo pasado, abren el camino hacia una intervención activa de los estados en las economías. Se trata de que cada ciudadano aporte según los ingresos obtenidos, a cambio de que el Estado le dé servicios y aproveche para redistribuirlos teniendo especial cuidado con los más débiles; esta es la consagración de la teoría de los servicios a cambio de impuestos dentro de la sociedad del bienestar.
La UE tiene dos caras: la que gestionó la crisis de 2008, cuando facilitó que los poderosos se enriquecieran, y la del post-covid, a base de fondos extraordinarios y de apoyo a los más débiles
En este punto de la discusión nos encontramos coincidiendo con una etapa muy madura del estado del bienestar, embadurnada con dos años de parón de gran parte de la producción por culpa de la pandemia, y agravada por la situación inflacionista brutal causada por la invasión rusa de Ucrania. La Unión Europea es hija de estas ideas de Keynes y Galbraith. A pesar de ello, tiene dos almas. La que gestionó la crisis de 2008 abandonando a la mayoría de la población y facilitando que los poderosos se enriquecieran más. Y la que gestiona el post-covid y la inflación de 2022 resultado de la invasión, a base de fondos extraordinarios y apoyo a los más débiles. Esta segunda no redime a la primera, ni la hace más incomprensible.
No nos podemos permitir que prácticamente ninguna pyme acceda a los fondos europeos porque nadie les explica el camino
Del Leviatán ya hemos dicho lo suficiente. ¿Qué pasa con los demiurgos? ¿Deberían asumir los funcionarios este rol en exclusiva? Una parte, sí. Pero otra parte tan importante o más, tendrían que ser las ONG, las instituciones, las asociaciones, los representaciones de los colectivos,..., quienes gestionaran, negociaran, presionaran, reclamaran, fiscalizaran, y que incluso se avanzaran a los políticos y a los funcionarios. No puede ser que haya fondos disponibles, decididos por los gobiernos en nombre de la sociedad, para dar la ayuda mínima de reinserción a toda la población y solo llegue a uno de cada diez; y tampoco nos podemos permitir que prácticamente ninguna pyme acceda a los fondos europeos porque nadie les explica el camino.
No es cuestión solo de desburocratizar. Ni tampoco de privatizar algunos servicios que serían más eficientes en manos privadas fiscalizadas. Ni tampoco de endurecer la legislación y para aplicarla contra los que se aprovechan en las contrataciones. Ni de cubrir las plazas de funcionariado adecuadas a los servicios que deben desarrollar. En todo esto es necesario avanzar y mucho. Pero, aparte del esfuerzo para adaptar el funcionariado a las nuevas necesidades, urge que los demiurgos privados mejoren su formación para actuar en nombre de la sociedad. Ha avanzado mucho la profesionalización de los directivos de los colectivos, pero decrece a medida que nos acercamos a las organizaciones más pequeñas. Se necesita incrementar su número y constituir una leva que acerque a los dos mundos.
La primera tarea de los fondos públicos debe ser mejorar la formación y ampliar el número de los demiurgos privados. De lo contrario, los ciudadanos y el Estado se pueden acabar viendo como contrincantes cuando son socios. Las dos caras de la misma moneda.