El taxi, un conflicto de profundo trasfondo
El conflicto entre el mundo del taxi y la oferta de Uber y Cabify vuelve a estar en la calle. En Barcelona, pero también en muchas ciudades europeas y, incluso, norteamericanas. La ocupación de la vía pública, las marchas lentas que colapsan el tránsito, la tensión –mediáticamente agradecida– que surge cuando topan trabajadores de uno y otro sector... son ingredientes suficientes golosos para captar la atención general.
Esta vistosidad no tendría que traernos a adoptar una consideración reduccionista del caso: en realidad, nos encontramos ante una expresión cruda del choque social que provocan los fenómenos de digitalización y de globalización de la economía. No es sobrer, pues, hacer cinco céntimos del contexto general.
En muchos sectores de la economía, las tecnologías digitales han abierto la puerta a transformaciones revolucionarias en la prestación de servicios cotidianos: el comercio electrónico, las plataformas de contratación de apartamentos turísticos, el vehículo autónomo... son ejemplos de qué todo el mundo ha sentido hablar.
Su llegada, pero, no ha sido plácida sino problemática. Hay al menos tres elementos que lo explican. En primer lugar, no se trata de actividades nuevas, que vengan a ocupar un nicho vacío. Bien de lo contrario, inciden en servicios muy consolidados, con una oferta establecida y una normativa que no casa bien con las pretensiones de estos nuevos modelos de negocio. Un segundo elemento crucial es que la irrupción de esta nueva oferta ha sido impulsada, en general, por empresas externas a los sectores tradicionales: Amazon no surge del mundo del comercio ni AirBnB del mundo del turismo ni Waymo del mundo de la automoción... En el campo de los servicios de movilidad, Uber tampoco nace del mundo del taxi o de los VTCs clásicos. Finalmente, como tercer punto, podemos constatar que las empresas motrices de la nueva oferta, además de externas al sector, suelen ser multinacionales que se implantan en territorios ajenos con ánimo de desplazar los actores existentes (nada anómalo en un contexto de economía de mercado).
"No se trata de frenar la innovación tecnológica o empresarial, sino de asearlas porque no prevalezca la codicia individualista"
A nadie le puede extrañar que haya conflicto: los unos lo ven como una amenaza a su subsistencia a través de una competencia desleal, que no se ajusta a las reglamentaciones vigentes; los otros están dispuestos a forzar el marco normativo porque creen que la sociedad se tiene que adecuar a sus modelos de negocio dado que, según ellos, aportan modernidad y prosperidad generales. Volvemos, pues, al conocido esquema de proteccionismo contra neoliberalismo, si bien ninguno de los dos es compatible con una economía del bien común.
A pesar de que muchos estudios prospectivos indican que el balance de ocupación y de generación de riqueza resultante de la digitalización será positivo, no se puede perder de vista que este balance siempre es estadístico y que enmascara aspectos dolorosos: muchos puestos de trabajo de nueva creación no podrán ser ocupados por los que han perdido el suyo ni muchas empresas podrán subsistir a los embates de estos nuevos tiempos. Por eso, sería muy sensato reconocer que tenemos y tendremos gente con dificultades para adaptarse o recolocarse y muy conveniente entender que es lógica y comprensible la angustia que muestran o mostrarán.
El sector del taxi es uno y, por la naturaleza de su actividad, tiene la capacidad de manifestar esta angustia con acciones de protesta que pueden colapsar la ciudad o perjudicar la economía. Es por eso que captan la atención de los medios y la ira de muchos ciudadanos. Es por eso que los gobiernos se sienten impelidos a buscar soluciones de transición. Desgraciadamente, el sector no siempre es bastante receptivo porque cae en la fácil tentación de querer salvar el momento presente sin tener el ojo bastante muy puesto en el mediano término, que es el que le tendría que preocupar de verdad, porque es en el mediano término donde se juega verdaderamente las algarrobas. El modelo de servicio de los últimos decenios tiene los días contados, nos guste o no.
Esta misma desazón puede encontrarse en sectores más discretos, que lo pasan sin que la opinión pública se dé cuenta. Tampoco sería justo ignorarlos. Por eso, el éxito de la economía digital –además de un compromiso más profundo con la sostenibilidad– tendría que considerarse incompleto si no toma conciencia llena que el indudable progreso que nos aportará puede dejar bolsas de población en situación dramática y que no seríamos una sociedad decente si no nos preocupábamos de hacer el acompañamiento apropiado porque encuentren sus oportunidades para vivir con dignidad.
No se trata, pues, de frenar la innovación ni la creatividad, sea tecnológica o empresarial. Se trata de asearlas porque no prevalezca la codicia individualista que tantos males nos ha causado y porque no abandonamos a su suerte los damnificados de la mejora general. Al fin y al cabo, la fraternidad –en versión actualizada– es un valor republicano primordial.