Periodista y socio-director de Sibilare

No es la IA, es la inacción

30 de Septiembre de 2024
Act. 01 de Octubre de 2024
Marc Argemí  | VIA Empresa

Hace un tiempo, la tecnología nos dio el clic: el mando a distancia. El ratón. La capacidad de decidir en una oferta que se expandía. El clic como sinónimo de libertad de elección. De poder de decisión al alcance de cualquiera. De posibilidades infinitas. Como pasar de un lineal de tienda de conveniencia a pasillos y pasillos de un hipermercado virtual de productos audiovisuales, aplicaciones, diarios, televisiones, entretenimientos y sitios web que, aunque tuviéramos 7 vidas como los gatos, no podríamos agotar. Y el clic triunfó, porque teníamos la sensación de que al mundo que el clic mataba le faltaban opciones. El poder se transfería de la gran industria de la producción y los gobiernos al mando a distancia del usuario, al clic del ratón.

 

Después, de los muchos clics y muchos botones, se pasó al decisor invisible que hemos denominado algoritmo. El algoritmo como sinónimo de selección inteligente. La multiplicación de opciones se había convertido en algo demasiado tedioso, y la responsabilidad de decidir, demasiado pesada. Y el algoritmo triunfó rápidamente, porque la pereza de elegir, el miedo a equivocarnos, el esfuerzo de pensar frente a tanta oferta generaba una sensación demasiado abrumadora en el mundo que el algoritmo estaba dejando atrás. El poder se transfería otra vez, ahora del mando a distancia del usuario a una gran industria de plataformas.

"La convivencia con el algoritmo propicia una actitud más pasiva, una relación en la que la tecnología hace al usuario más apático, menos activo, más abrumado, más aturdido, más perezoso"

Esta convivencia con los algoritmos ha puesto en el centro de nuestra relación con la tecnología los conceptos de utilidad, eficiencia y experiencia de usuario satisfactoria. No me importa saber cómo decide el algoritmo, si me resulta placentero su comportamiento. Esto, por supuesto, es un error garrafal, porque de hecho vamos descubriendo sesgos muy perjudiciales de esta automatización de decisiones. Las externalidades negativas se van viendo por todas partes, y los usos polémicos vinculados a la vigilancia, la invasión de la privacidad, el refuerzo de dinámicas de desinformación y de discriminación a diferentes niveles no son hechos aislados.

 

Menos visible, pero igualmente nocivo, es que la convivencia con el algoritmo propicia una actitud más pasiva, una relación donde la tecnología no solo facilita el acceso al conocimiento y tantas utilidades como es capaz de cubrir, sino que hace al usuario más apático, menos activo, más abrumado, más aturdido, más perezoso para tomar decisiones que no vayan en la dirección sugerida algorítmicamente. Una voluntad embotada por los algoritmos es una voluntad desentrenada, en desuso, perezosa, poco preparada para distanciarse de las decisiones que toman por ella, con una aversión a asumir la responsabilidad de salir de la seguridad de lo recomendado. Y paradójicamente, el mismo que defiende celosamente su libertad ante ilegítimas invasiones de otras personas, no pone ningún impedimento para que una máquina lo reemplace repetidamente a la hora de decidir.

Y de repente, el siguiente paso, ahora, la inteligencia artificial, despierta todos los temores. Que nos quitará libertades, que nos ganará en inteligencia, que diseñará el mundo prescindiendo de nuestro control. Que, por ser tan sorprendente, nos hace sentir que tenemos cerebro de canario, y que nunca seremos capaces de saber si nos está tomando el pelo, siendo incluso menos lista de lo que es.

Se repite la clásica prevención ante cualquier innovación tecnológica, con la consiguiente división entre apocalípticos e integrados, cada uno con sus profetas y sus visiones, que alimentan las expectativas de todos. Y probablemente también se repetirá el desacierto de muchas de las predicciones, y lo mal que envejecerán determinados pronósticos. El motivo de estas desviaciones de percepción es que, demasiadas veces, el debate se alimenta de la ignorancia sobre lo que es tanto la tecnología como la persona humana, o la información que se gestiona viene condicionada por un sesgo de confirmación no detectado a tiempo, y solo se acumula lo que puede confirmar el propio prejuicio.

Porque todos estos tremendismos tecnológicos, a los que se apuntan desde eminencias científicas hasta analfabetos funcionales, olvidan que el factor humano es -antes, durante y después- genuinamente imprescindible. Es decir, que tanto en el clic como en el algoritmo, son las personas quienes al final hemos marcado y hemos orientado el grado en el que condicionan, facilitan o perjudican. Y, por este preciso motivo, el riesgo más importante respecto a la IA no es otro que la inhibición de las personas -de los ciudadanos- en el necesario, urgente, crucial e ineludible proceso de humanización que nos corresponde hacer con cada ola de avances que se propongan. No es la IA el problema, es nuestra inacción personal y social.