Ignoro si el empresariado catalán -el de verdad, no el mal representado por las organizaciones oficiales de disciplina española- comulga con lo que aquí diré. Si no fuera así, sería de agradecer que alguna voz representativa se manifestara -nunca se sabe si uno está equivocado. Pero esta semana pasada tuve una larga conversación, con almuerzo incluido, con uno de los empresarios clave de la economía catalana. Otra vez tengo que precisar. Hablo de un empresario de verdad, de los que compiten con la economía de mercado, no de los que se arriman al poder para recibir prebendas. Nada de mercado regulado.
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Pues bien. Hablamos de su empresa, de lo que hacen y de lo que no pueden hacer. Del espectacular y sólido crecimiento que han tenido y del que no han podido tener. No se queja en absoluto, ya que él y su organización -miles de empleados- tienen una actitud optimista. Creen en el país y su gente. Repasamos muchas áreas: logística, infraestructuras, marketing, ventas, financiación... También de los clientes, a los que prestan gran atención y con los que guardan una gran complicidad, al igual que con los proveedores. El resumen es simple: él no puede quejarse de sus clientes y sus clientes tampoco parecen tener nada que reprocharle. El grado de satisfacción del servicio es elevado, el máximo que se podría esperar.
"Hablo de un empresario de verdad, de los que compiten con la economía de mercado, no de los que se arriman al poder para recibir prebendas"
Hacia el final de la conversación llega el momento de hablar del futuro. Nada les da miedo. Ni la financiación -nunca han tenido problemas-, ni las capacidades del equipo, ni el mercado del cual dependen, etc. "Algo os causará inquietud, digo yo", le solté. "Solo dos cosas", responde sin dudar. "Una es la enorme dificultad, por no decir imposibilidad, de encontrar empleados que quieran trabajar y estén mínimamente formados y motivados. El mercado de trabajo está desmantelado", dice. "Tenemos vacantes de todo tipo: publicistas, ingenieros, gente de almacén, trabajadores no cualificados, etc. Tenemos necesidades que implican todo el abanico profesional que puedas imaginar. Pero no encontramos gente dispuesta a trabajar". Critica el mensaje que se propaga desde el poder político, el del mínimo esfuerzo, el de los derechos universales. La cultura del trabajo es inexistente. Le recuerdo la frase que soltó el señor Valentí Fuster cuando le preguntaron por la diferencia más importante que encontraba entre Estados Unidos -donde este cardiólogo desarrolla su tarea profesional principal- y Catalunya. "La ética del trabajo", dijo sin dudar ni un segundo.
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¿Y saben cuál es la otra cosa que preocupa a mi interlocutor? La administración pública en todos sus niveles: central, catalana y municipal. Sostiene que la burocracia, la laxitud y las malas praxis hacen que desarrollar negocios, establecer nuevas instalaciones y generar riqueza sea aquí tremendamente difícil. Teme, como muchos de nosotros, que el país vaya colapsando poco a poco. Dice que en ningún lugar, fuera de aquí, las administraciones son tan incompetentes y practican una desidia tan sostenida e implacable.
"La cultura del trabajo es inexistente"
Llegamos al acuerdo de que los dos problemas que él tiene, de hecho, son uno: una administración de los asuntos públicos del país totalmente incompetente. Y con una agravante adicional: no se detectan signos de mejora. Una situación degradada que no ofrece esperanzas y que recuerda unas medallas que, cuando yo era pequeño, se anunciaban con mucho éxito. Llevaban un grabado que decía: “Más que ayer, pero menos que mañana”. Hoy en día se hacen ránquines de todo: el mejor restaurante, la mejor coca, etc. Ránquines de los aspectos más paradójicos. Yo tengo mi ranquin personal sobre los problemas que asolan el país. Y resulta que el principal problema que tenemos viene provocado por su clase política y las administraciones que, en teoría, esta clase debería dirigir. Constituye un tapón que no solo impide que el país avance en todo su potencial, sino que está creando unas malformaciones macroeconómicas y sociales que se pagarán a lo largo de las próximas décadas.