¿La empresa catalana, por qué es tan pequeña?
Todo hablando de la empresa catalana, sorprende dos hechos: su tamaño, ciertamente pequeño, pero también su falta de antigüedad. Solo saliendo del país podemos encontrar empresas, establecimientos o tiendas mucho más largas y con una historia venerable. No solo en países que consideramos tradicionalistas, sino en cualquier parte de América o de Australia -es decir, del Nuevo Mundo-. ¿Qué hace que esto sea así?
Una posible razón podría ser que la medida venga dada por la escasa ambición de proyección. Por un comportamiento que podríamos calificar de individualismo avaro. Déjemelo caricaturizar. En la mayoría de casos, si la empresa da para vivir muy bien y poderle comprar un piso a la hija -o al yerno, que viene a ser la misma cosa-, ya hay suficiente.
En términos generales, y entre nosotros, la empresa debe dar suficiente como para satisfacer un cierto hedonismo -pese a que el hecho parezca contradictorio con trabajar horas y horas-. Una vez llegados a este umbral, ¿por qué quiero más? No existe aquí, digámoslo así, una ambición de grandeur, de hacer las cosas grandes por el simple hecho de pretender un crecimiento que se proyecte más allá de nuestro entorno, de nuestra existencia, de los propios límites temporales. No hablo de simple vocación de fachenda -que no tiene por qué ser incompatible- sino de una grandeza de proyección, también del espíritu, que nos haría muy bien colectivamente.
El resto de la sociedad catalana ya se encarga que los negocios de otros no crezcan demasiado
Vale decir, en descarga de los que actúan así, que el resto de la sociedad catalana ya se encarga que los negocios de ajeno no crezcan demasiado -uno de los deportes preferidos, en cualquier negociación, consiste en calcular lo que gana el otro, en vez de limitarse a los propios asuntos-. El tema es complejo y se mezclan diversas razones, seguro. Pero el resultado final es que cuando se plantea una operación de envergadura, la gente te mira como si fueras un loco, como si estuvieras fuera de lugar -hecho que, probablemente, es cierto-. Una vez, hace años, en una reunión informal, hablando sobre el tema, el presidente Jordi Pujol me dijo: “Es que el país es pequeño”. Yo le respondí: “No, presidente. Países pequeños son Suiza, Holanda o Bélgica. No somos un país pequeño. Nosotros lo que somos es un país estrecho”.
A esta falta de vocación de crecer se añade -porque nos complementamos como tapón por calabaza- una nula voluntad de colaboración con terceros. Colaborar es, también, saber delegar. E implica renuncia. Asumir que otro hará cosas; y que las hará de forma diferente a como las realizamos nosotros. Pero el catalán es desconfiado. La figura del masovero todavía está muy viva en las empresas medianas y pequeñas del territorio. Yo la he observado. A veces, la imagen es patética. El que hace de gerente -que para los estándares internacionales no lo es, ya que tiene las competencias capadas- parece, más bien, el perro que vigila la finca. ¿Probablemente, el dueño se ve reflejado en los otros y teme acciones poco transparentes? Quién sabe.
El empresario catalán medio no es buen directivo
Este hecho lleva a que las empresas catalanas difícilmente estén participadas por terceros, mientras los fundadores permanecen en ellas. Porque el hecho implica estar fiscalizados. Y aquí me temo que el empresario catalán medio no es suficientemente buen directivo, y no quiere un tercero que ponga la nariz. Ni, remotamente, le apetece tener que rendir cuentas a un accionista que, aunque sea minoritario, es contemplado como un intruso recién llegado que no fundó la empresa y que ha llegado para poner el antiguo dueño en un compromiso. Nuestra cultura no nos habitúa a asumir que hace falta dar explicaciones, siempre, de las acciones que uno lleva a cabo. No solo a personas jerárquicamente superiores, sino entre iguales y, también, a aquellos que dependen de nosotros. El orgullo mediterráneo no nos prepara para este tipo de actos que, por lo que parece, exigen una humildad que nos inquieta.