Siempre que termina una etapa queda una especie de vacío. No porque sienta que ya no me queda nada, sino porque, clausurada una etapa, hay un espacio que queda libre. Libre para llenar, libre para respirar, libre para pensar o dejar que corra un poco de aire para refrescar las ideas. El caso es que este vacío puede ser conducido de forma positiva, pero en una sociedad postproductivista en la que, como decía nuestra directora, Elena Busquets, no tenemos tiempo ni para amar, los vacíos siempre generan una especie de angustiaexistencial que nos conduce a intentar llenarlos de cualquier forma y con cualquier excusa en lugar de habitarlos y navegarlos.
Hace unos meses cerré una etapa importante de mi vida, una etapa que me ha aportado algunas de las mejores experiencias de mi pequeña existencia. Ha sido un año intenso, viviendo entre dos continentes y haciendo cosas que, hasta entonces, sólo soñaba con que “lo haría algún día”. No damos la importancia necesaria a los pasos valientes y firmes que hacemos hasta que ya forman parte del pasado, pero es extremadamente relevante dotarlos del reconocimiento que merecen. De la misma forma que, en momentos de dolor o tristeza, habitamos estas emociones de manera intensa y procuramos llevar a cabo un duelo que las estabiliza y reconecte con nuestra cotidianidad, también deberíamos hacerlo con las positivas. Celebrar la vida es, en última instancia, poner de relieve lo bonito.
Pero la vida va tirando y todas las experiencias bonitas se acaban, y entonces queda un vacío de esos que nos cogen desprevenidas, sin saber qué hacer ni a dónde ir, y empezamos a ocuparnos y preocuparnos por cosas que son completamente innecesarias y que no tienen otra función que la de distraerse de las problemáticas que sí necesitan nuestra atención. De junio a principios de septiembre, durante el verano, hice esto: enviar currículums a todas partes, preocuparme por empezar rápidamente a hacer algo con mi vida, no dejar mucho espacio entre el máster y la rentrée profesional (todavía que, técnicamente, había trabajado durante toda la estancia educativa) y buscar la forma de llenar de contenido laboral aquellas horas que el máster había dejado desatendidas. Lo único que logré fue una tensión constante con mi existencia y una incapacidad de dedicarme un tiempo a pensar qué quería y para qué lo quería exactamente. Hasta que, después de algunas conversaciones, llegué a la conclusión de que quizás lo que me tocaba hacer este año era justamente eso: aprender a navegar la incertidumbre.
Celebrar la vida es, en una última instancia, poner en relevo todo aquello que es bonito
Tengo la suerte de poder trabajar en proyectos que me apasionan, y también la suerte de poder reducir y aumentar según pueda asumir en ese momento vital. Por qué no, también tengo la gran fortuna de una generación consciente de que el nombre no hace la cosa, y por mucho que me presente al mundo como politóloga, filósofa, máster en desarrollo internacional, consultora, formadora, escritora o lo que sea necesario en cada momento determinado, también sé que soy todas o cada una de ellas o ninguna según la conveniencia, y que no necesito ninguna de las etiquetas para sentarme en la noche por mirar una serie o leer un libro. El invierno en un país frío es una gran época para aprender a navegar, así como una oportunidad fantástica para recluirnos en un mundo de constantes exposiciones y encuentros desde donde fortalecer las raíces y alimentar la mente mientras nos preparamos para la siguiente primavera... o verano anticipado.