En el artículo de la semana pasada hablaba del nacimiento del ludismo en el Norte de Inglaterra a principios del siglo XVIII y de la distorsionada versión que nos ha llegado. Escrita por los vencedores, los burgueses industrialistas, la imagen que tenemos de un ludita es la de un bárbaro anti-tecnología y anti-progreso que se dedicaba a romper telares automáticos. Resulta que las últimas interpretaciones de historiadores e investigadores demuestran que ni una cosa ni la otra son ciertas, que lo que hacían los luditas era luchar contra unas condiciones de trabajo abusivas en el sentido esclavista del término.
Lo que hay detrás del movimiento ludita, y de su reverso, el capitalismo industrial, es la historia de la desposesión de los trabajos de artesanos, tejedores y medianeros, y su concentración en manos de quien tenía las máquinas. Los desposeídos del trabajo o bien obligados a competir con niños y trabajadores no calificados se tuvieron que alquilar "al molino" con un salario inferior y con jornadas de 14 horas. Quien les había quitado el oficio les ofrecía un trabajo.
Pero esto siempre ha pasado, diréis, y además, cada vez que se han perdido empleos en el camino, se han creado más, mejores y al final todos han salido ganando. Lo de la mano invisible del mercado que decía AdamSmith en La Riqueza de las Naciones, publicada al inicio de las revueltas luditas en 1776. Esto es así y dudo que alguno de nosotros quisiera volver a un pasado preindustrial y morir de una gripe, o de un cóctel de virus, por decirlo en términos postindustriales. Sería de estúpidos negar que la tecnología mejora y salva vidas. Esto lo dejo para negacionistas de la covid y terraplanistas. Pero eso no significa que lo hayamos hecho del todo bien.
Si miramos cómo cambiaron las condiciones de vida de la mayoría de los trabajadores con la llegada del vapor y las fábricas en el siglo XIX, veremos cómo empeoraron. Más horas, para ganar menos y además sometidos a la tiranía de amos sin escrúpulos. La Revolución Industrial provocó la malnutrición de millones de personas, tanto que la altura promedio de ingleses y estadounidenses disminuyó alrededor de cinco centímetros de 1830 a 1880. La "mano invisible del mercado" de Smith tardó más de 100 años en llegar a todas las capas de la sociedad después de muchas luchas, reivindicaciones y fábricas quemadas.
"Sería de estúpidos negar que la tecnología mejora y salva vidas. Esto lo dejo para negacionistas de la covid y terraplanistas"
El problema no son las máquinas, es el poder. Me gusta mucho la definición de poder que el economista IannisVaroufakis da en su último libro Tecnofeudalismo: "Poder es el acceso asimétrico a un recurso escaso". Lo explica todo. Les pondré un ejemplo más cercano y lejano a la vez: los escribientes de las Ramblas. Desde finales del siglo XVIII hasta los años 50 del siglo XX, en las calles de Barcelona había una especie de confesionarios laicos donde la gente que sabía escribir vendía sus servicios: los escribientes. Recuerdo haberlo visto aún en México con máquinas de escribir en la calle en los años 90. Escribían trámites, cartas a los parientes del pueblo y a la persona amada. Tenían acceso a un bien muy escaso -la escritura- que les daba poder sobre la mayoría de la población que era analfabeta.
Habrán notado que ya no hay. Hoy todo el mundo sabe leer y escribir, aunque algunos ya no puedan prescindir de ChatGPT. No debemos llorar por este y otros oficios perdidos de la misma manera que los luditas lloraban por los suyos. Al contrario, el poder que tenían unos pocos se distribuyó y hoy todo el mundo sabe leer y escribir. Todo el mundo tiene acceso a un recurso que era escaso y que, gracias a un sistema de educación pública y universal, se ha convertido en abundante.
Pero imaginemos que las cosas hubieran sido diferentes y que para solucionar el problema del analfabetismo generalizado hubiéramos recurrido a la tecnología. Supongamos que Edison, el padre del fonógrafo, le hubiera dado una vuelta más y ese cilindro que hacía grabaciones fonográficas también hubiera sido capaz de escribirlas en papel. Me imagino el anuncio: "¿No sabes escribir? No te preocupes, el Dictaphone de Edison es tu escribiente privado. ¡Y sin salir de casa!".
¿Habría sido lo mismo? En términos prácticos, poder tener un papel escrito con lo que tienes en la cabeza, sí; ¿económicos y sociales? No parece. Para empezar, el ciudadano seguiría siendo analfabeto y, por lo tanto, sin el superpoder que otorga acceder al recurso de la letra. En segundo lugar, el poder ya no lo tendría un ejército de escribientes, sino que con cada compra de un Dictaphone, el Sr. Edison habría ido acumulando poder de manera exponencial. Más del que ya tenía.
iTunes primero y Spotify segundo corrieron al rescate y ofrecieron un pacto faustiano a los músicos que consistía en pagarlos muy poco, que siempre era mejor que nada
La historia de los luditas, la de los escribientes de la Rambla y el Dictaphone que no fue resuenan poderosamente en el panorama tecnológico actual, donde algunos gatekeepers (nomenclatura UE) tienen el acceso asimétrico a recursos escasos. Internet era sinónimo de abundancia hasta que la mano invisible del mercado creó escasez. Si quieres vender en línea, tendrás que pasar por Amazon, que se quedará con un 15%, y si tu producto vende mucho, el Sr. Bezos lo clonará y hará un Amazon Basic un 10% más barato. Esto mientras los barrios comerciales de nuestras ciudades se llenan de franquicias de uñas y vapeadores. Si has programado una aplicación, no tienes otra opción que distribuirla a través de las tiendas de aplicaciones de Apple y Google, que te pedirán un 30% de todas las ventas que realices. Si eres un medio de comunicación y quieres llegar a tus lectores, tendrás que pagar publicidad a Google y Facebook, las mismas empresas que se han llevado todos tus ingresos publicitarios.
Un caso muy similar al de los luditas es el de los músicos, que de la noche a la mañana vieron cómo la gente intercambiaba su producto en Napster y no veían ni un centavo. De un día para otro, su catálogo pasó a valer cero. iTunes primero y Spotify después corrieron al rescate y ofrecieron un pacto faustiano a los músicos que consistía en pagarles muy poco (0,004 centavos por reproducción en Spotify), que siempre era mejor que nada. Lo mismo hicieron Uber, Lyft, Instacart y Fiverr, las abanderadas de la economía de los conciertos, cuando fueron a pescar entre las clases más desfavorecidas y más golpeadas por la crisis económica de 2008 (todas estas empresas nacen entre 2008 y 2012).
No querría ser ave de mal agüero, pero ahora estamos viendo un panorama similar con la IA generativa, donde grandes modelos de lenguaje son entrenados con textos e imágenes que tienen propiedad intelectual. Un estudio de esta semana del investigador GaryMarcus y del artista ReidSouthen demuestra de manera contundente cómo sistemas como ChatGPT, Dall-E 3, MidJourney o StableDiffusion han sido entrenados con obras con derechos que no permiten obra derivada: artículos del New York Times, imágenes de películas de Marvel, videojuegos y libros de autores de best-sellers. Y no solo eso, con órdenes muy simples han logrado que estos sistemas generen imágenes que infringen los derechos de propiedad intelectual: artículos enteros del NYT palabra por palabra, robots de Star Wars, imágenes de Los Simpson, de BradPitt, fotogramas calcados de Matrix y todo lo que os podáis imaginar.
Observáis que el patrón es análogo al de los luditas, al de los músicos o al de los conductores de Uber: primero te desposeo de tu oficio, te lo sustituyo por otro que genera productos o servicios de calidad inferior y después te ofrezco el mismo trabajo que ya hacías por horas, la diferencia es que en nuestro tiempo el amo es un algoritmo.
Si hemos aprendido algo de la historia de la automatización es que las máquinas, los robots, los algoritmos o la IA no hacen la vida peor a nadie
Desde el ludismo, nos han puesto delante del falso dilema de progreso tecnológico o barbarie. Ni el progreso tecnológico comporta prosperidad de manera automática para la mayoría de la población, ni es inevitable, ni lo contrario es la barbarie. Si hemos aprendido algo de la historia de la automatización es que las máquinas, los robots, los algoritmos o la IA no hacen la vida peor a nadie, al contrario; son las decisiones de las clases que tienen acceso al poder quienes lo hacen. Si las decisiones empoderan a la gente mediante la tecnología, el poder se repartirá equitativamente y todos saldremos ganando como en el caso de la alfabetización y los escribientes. Lo que ocurre cuando las decisiones despojan a la gente haciéndola cada vez más dependiente de la tecnología de unos pocos no suele acabar bien.