Llevo una semana intentando escribir algo sobre Ciudad del Cabo, pero hacía tiempo que no tenía tanta dificultad para compactar, en un solo artículo, todo lo que ocurre a mi alrededor. Si algo puedo afirmar con certeza es que esta ciudad podría describirse como una ciudad grande, diversa, natural y plural; pero también como ciudad desigual, una ciudad con potencial, una ciudad vibrante… en definitiva, una ciudad extremadamente afectada por conflictos interseccionados. Ciudad del Cabo es una ciudad de contradicciones.
Yo nunca había vivido en el Sur Global, y las pocas experiencias que tengo del Sur han sido breves, turísticas y, a menudo, de la mano de amigos que me han guiado por sus lugares más recónditos. Nunca había tenido la oportunidad de vivir unos meses en una ciudad desconocida por un proyecto de investigación en el que, de la mano de investigadores, amigos y nuevos conocidos, puedo explorar en profundidad uno de los conflictos que atraviesan esta metropolis africana: la crisis del agua. Porque aunque su pico fue durante el año 2017, la ciudad sigue en una situación crítica respecto a este recurso tan esencial.
Creo que me he enamorado, pero esta vez no de una persona, sino de una ciudad. Y pienso que es por eso que todavía tengo, a pesar de hacer unos días que ya estoy aquí, esa sensación de enloquecimiento mezclada con una gran variedad de emociones
La puesta de sol en Signal Hill, subir el Lion's Head en un día de pleno sol, la entrada a una playa con guardias de seguridad o las vueltas por grandes centros comerciales son sólo algunos de los records que ahora mismo tengo en la cabeza. El paseo por Company Gardens, el ritmo frenético del centro, los clubes de noche o la simpática señora Jean de la cantina de la universidad. Si una palabra puede resumir lo que siento ahora mismo es alegría. Alegría de poder tener la oportunidad de vivir aquí, alegría por el cálido recibimiento que he tenido por parte de todas las personas con las que me he cruzado, o la alegría de ver, desde el porche de la casa donde vivimos, la puesta de sol tras la Table Mountain. Las memorias en las que hemos ido poniéndonos bolsillo son, de momento, difusas, desordenadas y mezcladas. Vivimos en un nube que se mueve rápido y nos acompaña una tendencia a la contemplación de una ciudad que nos supera en todos los sentidos. La grandeza de la naturaleza no deja olvidar que, sin duda, los humanos somos una especie invasora. Y la conciencia del océano o, mejor dicho, de dos océanos, envolviendo todo lo que te hace comprender que tú, con todas tus inquietudes y motivaciones, no eres más que una piedra en un mundo muy, muy grande.
Llamar a los abuelos y contarles que aún no he visto ningún león, conseguir la primera entrevista con una organización de base o encontrar una cafetería de confianza en la que te dan tu primera tarjeta cliente te hace sentir en casa en un sitio que apenas conoces. Supongo que tengo una sensación similar al enamoramiento. Porque, de hecho, creo que me he enamorado, pero esta vez no de una persona, sino de una ciudad. Y pienso que es por eso que todavía tengo, a pesar de hacer unos días que ya estoy aquí, esa sensación de enloquecimiento mezclada con una gran variedad de emociones que no se presentan de forma clara. Porque el momento del enamoramiento es irracional, loco, y no tiene ningún sentido. Espero que, en unas semanas, este enamoramiento se transforme en amor y me sea más fácil describir lo que ahora justo estoy empezando a amar.