Ya hace mucho tiempo que los expertos en marqueting nos dicen que hay que segmentar para atender realmente bien a nuestros clientes, que vamos mal si los tratamos a todos por igual y que los deberíamos diferenciar por alguna característica que nos permita dirigirnos a ellos de una manera más cercana y adecuada. El arte de segmentar es el arte de ofrecer un mensaje más adaptado, y por tanto con una mayor probabilidad de llegar y lograr los objetivos deseados. El arte de saber identificar cuál es el atributo que realmente marca la diferencia entre unos y otros en relación a nuestra propuesta, identificar por tanto cuál es el atributo que jerarquizará nuestra estrategia de segmentación: la edad, el poder adquisitivo, las preferencias musicales, la orientación sexual o religiosa… Saber segmentar bien se interpreta como un mérito.
Bajo esta lógica hace mucho tiempo que felicitamos a aquellos que saben segmentar bien a sus públicos. Saber segmentar es ser capaz de identificar dentro de un gran grupo a un subgrupo más pequeño de personas que tienen en común algo que nos permite tratarlas de una manera diferenciada. Y cuando esto pasa nos felicitamos.
Pero no. Segmentar es un desastre. Es la historia de un fracaso. Y aquí el uso del lenguaje es importante. Lo que realmente estamos haciendo no es segmentar, sino agregar. Incapaces de tratar a nuestro cliente de una manera realmente personalizada, nos vemos obligados a agregarlo con otros que más o menos se le parecen un poco. Agregas porque eres incapaz de tratar de una manera personalizada. Cada vez que te diriges a un segmento estás reconociendo tu incapacidad de dirigirte a ellos en primera persona.
"Segmentar es un desastre. Es la historia de un fracaso. Y aquí el uso del lenguaje es importante"
Históricamente las relaciones comerciales eran relaciones personales y nadie segmentaba: Marco Polo no se dirigía al segmento de chinos, sino que hacía tratos con personas con nombres y apellidos. Mi abuelo, que era payés, no vendía patatas al segmento de los tenderos, sino que hacía tratos personales con gente concreta. Esto cambia con la Revolución Industrial y la producción en masa, que nos lleva a colocar producto de manera masiva por todo el mundo. Simplifico demasiado, ya lo sé, pero es con la industrialización que se normaliza una manera de hacer negocios basada en el volumen y la escalabilidad. Ya no fabricas vehículos para tus vecinos, sino coches para toda la clase media europea, a los cuales no pretendes tratar uno a uno y aún menos tratar de conocerles personalmente.
Pero con la digitalización todo esto ha dado un nuevo giro. Con la tecnología actual vuelve a ser posible que un servicio de alcance mundial pese al volumen construya relaciones personalizadas. Netflix, Spotify, Amazon, Google, Apple, Nike, Samsung… ya son capaces de tratarte de una manera sorprendentemente personalizada. Spotify te sugiere canciones que te podrían gustar. A ti. A ti y no a tu segmento. Netflix te propone series a ti. Amazon te sugiere libros a ti. A ti. Y se nota que cada vez lo hacen un poco mejor. Y pese a que en ocasiones todo ello me resulte muy inquietante y cada vez exigiré más garantías y más mecanismos de control, en otras ocasiones esto es justamente lo que espero: una atención radicalmente personalizada. Es lo que espero de los servicios de salud, es lo que espero de los servicios de la administración, es lo que espero de los servicios de educación a mis hijos, y es lo que pronto esperaré de mis vacaciones, mis consumos alimentarios y mis rutinas de deporte.
Si segmentas es que te estás acostumbrando a tratar a tus clientes de manera agregada. Rectifica: no agregues, desagrega. El futuro son los servicios proactivos radicalmente personalizados escalables masivamente. Hasta hace poco era un oxímoron, hoy es un reto.