En clase de sociología, durante la carrera, aprendimos algunas cosas, pero la que más claramente recuerdo son las instituciones informales, es decir, aquellas creaciones imaginarias que, por convención y práctica y no por ningún pacto tácito, se convierten en una verdad conocida y compartida para todos. El profesor nos puso como ejemplo el trozo de caminito “atajo” que las estudiantes habían creado a lo largo de los años, para hacer más corto el camino hacia las clases. Sin embargo, el día que tuve claro qué era una institución informal de verdad fue cuando, en alguno de estos debates atolondrados de la universidad, alguien habló sobre Bruselas como la capital de Europa y nadie le llevó la contraria.
Que Bruselas es la capital de Europa nos lo hemos inventado entre todos, y creo que nos ha quedado bastante bien. Desde hace unas décadas, en la ciudad se han ido acumulando no sólo las principales instituciones de la Unión Europea, sino también todas las empresas que tienen intereses que requieran a su alrededor.
Uno de los sectores más poderosos han sido los grupos de presión o lobby y es que se calcula que hay unos 30.000 lobbistas instalados en la ciudad y más de 500 grupos de presión con oficinas directas. A estos datos deben añadirse también las firmas consultoras, las asociaciones sectoriales y agencias de relaciones públicas, los bufetes de abogados, las organizaciones no gubernamentales, los sindicatos u otros grupos de la sociedad civil organizada según datos del Corporate Europe Observatory (CEO). Así, Bruselas ha pasado de ser una pequeña capital europea donde la gente iba a comer gofres y mejillones a ser uno de los centros neurálgicos más relevantes de la política mundial.
"Bruselas ha pasado de ser una pequeña capital europea donde la gente iba a comer gofres y mejillones, a ser uno de los centros neurálgicos más relevantes de la política mundial"
La primera vez que visité las instituciones europeas fue muy divertido. Entramos por una especie de control de seguridad digno de aeropuerto en alta alerta terrorista, y después un amable danés nos llevó a una sala donde nos contó la historia y funcionamiento de la institución, acompañada de una visita guiada por el hemiciclo del Parlamento Europeo. Recuerdo ser una joven de veinte años a la que la política le parecía un tema distante pero emocionante, que tenía ganas de ver y respirar en los lugares donde las cosas que le interesaban se discutían sin cesar.
Después de la primera vez he ido un par más de veces por una cosa u otra, y lo cierto es que, en cada visita, he empezado a ver cómo aquello es una gran estrategia de promoción donde, bajo el pretexto de acercarse las instituciones a la población a través de diferentes proyectos, en realidad lo que se hace es cubrir con una pátina social y amable todo lo que ocurre entre los corredores cuando las visitas se han marchado y los acuerdos deben cerrarse. Así, te sientes como un muñeco en un grupo de turistas perdidos que admiran un sistema, pero que tapan cuál es la verdadera naturaleza del entorno: un grupo de señores con americana (y alguna mujer con blusa o un hippie con camiseta reivindicativa) que cierran acuerdos que la ciudadanía media ni siquiera conoce o sigue con precisión.
Siempre que voy a las instituciones me cuestiono mi europeísmo, así como si realmente el proyecto es una apuesta de futuro, una maquinaria lenta hacia una mayor igualdad o un escenario azul y amarillo por un continente que se estrella lentamente soportando con la corona del pasado. Como un agnóstico que va a misa, salgo con una sensación agridulce de pensar que, a pesar de sus carencias y de todo lo que aún queda por hacer, si algún futuro queda en este pequeño y anticuado continente reside, justamente, al unirnos en la diversidad.