El conserje | Toni Galmés
El conserje | Toni Galmés

El conserje

El conserje | Toni Galmés
El conserje | Toni Galmés

Pedro fue objetor de conciencia cuando le tocó hacer el servicio militar. En 1978, a pesar de la mala situación social, podías hacer tareas para la comunidad, y él tenía la custodia de las llaves de un polideportivo en Santa Coloma, su pueblo. Cuando terminó ese periodo, un usuario que vivía en la calle Muntaner (arriba, bien arriba) le dijo que, en su edificio, el conserje se retiraba y que si querría ir a trabajar allí.

Cuando llegó a esa finca donde vivían siete familias, Aureliano lo estaba esperando con su impecable bata azul y su bigote recortado, de pie frente a la puerta con las manos detrás. A pesar de que era primera hora, ya había barrido, limpiado los cristales y entregado correo y prensa. “Si sabes leer y eres educado con la gente, aquí no vas a tener muchos problemas”. Y se quitó la bata, le dio un enorme manojo de llaves y le dijo con condescendencia que, "por favor, se cortara esas greñas". Entonces bajaron a despedirlo las siete familias con las que había compartido esa entrada desde 1945. Apretones de manos y abrazos con los pequeños, a quienes había visto crecer, y buenos augurios en esta nueva etapa de Aureliano.

Era el momento de charlar. Hasta estaban sindicados. Tenían un convenio colectivo y todos cobraban, más o menos, lo mismo

La vida de Pedro transcurrió sin sobresaltos. Atento a su trabajo, cuando llegaba con el autobús número 41, los periódicos estaban en el suelo y él los colocaba sobre el mostrador. Echaba un vistazo al Mundo Deportivo y a La Vanguardia y así no se sentía aislado. Barría la entrada, fregaba y hacía un camino de hojas de papel de los periódicos viejos para que los niños del segundo piso pudieran saltarlos y no pisaran el suelo mojado cuando iban hacia la escuela. Durante la mañana iba llegando el correo y él lo iba organizando en los buzones. Cuando llegaba algún inquilino, dejaba lo que hacía y corría a buscar las cartas para entregarlas en mano. "Buenos días", les decía. Y se sentía el hombre más útil del mundo.

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El mejor momento era cuando salía a fumar en el portal, a las 9 h, cuando casi todo el mundo del edificio ya se había marchado. Todos los conserjes de la calle se conocían y se saludaban y fumaban cada uno en su portal. Era el momento de charlar. Hasta estaban sindicados. Tenían un convenio colectivo y todos cobraban, más o menos, lo mismo. Después, Pedro miraba hacia arriba e imaginaba cómo debían vivir cada una de las siete familias en esas amplias casas de cuatro y cinco habitaciones.

El cigarrillo de las 9 h le hacía sentir solo, porque los otros conserjes y porteros ya no estaban y, en un suspiro, aquella finca familiar y frondosa se volvió irreconocible

Con los años, Pedro se fue encorvando. Ya no llevaba bata azul, no. La colgó en el año 2000. Vio muchos cambios en el edificio. Los niños del segundo crecieron y cuando él llegaba a las 7 h de la mañana, ellos volvían de fiesta y les decía "buenos días" con complicidad. Vio cómo el matrimonio del cuarto se separaba y ella salía llorando de casa con las cajas y una niña a su cargo. Vio cómo subían los del Samur hasta el ático y bajaban con la camilla a la señora Conxa, que vivía en el último piso antes de la Guerra Civil. En el entresuelo pusieron un bufete de abogados y, después, una clínica estética. Poco después una agencia de comunicación, y luego no sé qué. El tercer piso fue alquilado a unos estudiantes de Mallorca que habían venido a estudiar. Le llevaban a Pedro una ensaimada cuando iban a casa. El cuarto y quinto piso, propiedad de dos hermanos mal avenidos, lo convirtieron en apartamentos turísticos. El cigarrillo de las 9 h le hacía sentir solo, porque los otros conserjes y porteros ya no estaban y, en un suspiro, aquella finca familiar y frondosa se volvió irreconocible.

Hoy, cuando llegó, quejoso de todo y preocupado porque con los 15.000 euros anuales que cobra no le alcanza ni para la jubilación ni para esta vida tan cara. En la entrada, unos obreros con un martillo neumático derriban el mostrador del conserje. "¡Esperen!", grita. Y sube por las ruinas de azulejo de mármol, para coger su bata azul, cubierta de polvo blanco. Han jubilado al último conserje de la calle, pero hoy no queda nadie en ese edificio.

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