La primera vez que Carles y Laura hablaron fue en una fiesta afterwork en la terraza del edificio donde trabajaban. Laura acababa de aterrizar en el coworking y en la ciudad. Había sido contratada como gestora de contenidos en una pequeña empresa de publicidad que ocupaba tres o cuatro mesas del cuarto piso. Carles era programador y se movía de mesa en mesa en el área freelance del segundo piso. Le gustaba decir que era el crack del hot desking y que, para vivir, solo necesitaba su portátil, la clave del wifi y café.
Un antiguo inmueble completamente reformado con un agradable aire nórdico donde podías alquilar un espacio mínimo para vivir, con toda una serie de zonas comunes
Que fueran a hacer networking era una excusa buenísima para verse a escondidas. De inmediato conectaron y se encontraban en la tercera planta, donde están los futbolines y las máquinas de snacks y unos pufs muy cómodos, que siempre estaban ocupados. Pronto empezaron a salir. Carles solía quedarse a dormir en casa de Laura, que era una habitación alquilada entre cuatro chicas del pueblo que habían hecho la ESO juntas. "Es provisional", decía Laura. "Espero pronto haber ahorrado un poco para poder alquilar un apartamento para mí sola… pero todos son muy caros". Carles, por su parte, todavía vivía con sus padres.
Un día que Laura se había discutido con sus compañeras de piso porque, como eran estudiantes, siempre organizaban saraos, decidieron que era oportuno abrir el melón de ir a vivir juntos. Después de navegar sin éxito por todas las páginas del mercado inmobiliario, se dieron cuenta de que en el mismo coworking había, a pocos metros, otro edificio, pero de cohabitación. Era exactamente igual: un antiguo inmueble completamente reformado con un agradable aire nórdico donde podías alquilar un espacio mínimo para vivir, con toda una serie de zonas comunes, de las cuales no tenías que encargarte. Carles vio que era la combinación perfecta entre vivir en casa de los padres y poder charlar con uno u otro, y le pareció bien.
Laura era muy celosa de su intimidad, pero él la convenció de que el 'coliving' era la forma de vida del futuro
Era una habitación luminosa, con un baño y una cama grande. Tenía una gran sala de comedor compartida, con terraza común. La cocina era enorme, con tres o cuatro neveras por planta. Una lavandería, también para todos, y una zona recreativa, con un gimnasio. Era divertidísimo y multicultural. Todos eran jóvenes y guapos. Nunca habrían pensado en tener acceso a espacios tan grandes y diáfanos. El único problema era la intimidad. Laura era muy celosa de su intimidad, pero él la convenció de que esa era la forma de vida del futuro y que, pronto, las generaciones venideras vivirían en edificios de coliving.
Pasaron los años y tuvieron un hijo, Martí, que resultó ser muy llorón. No tardaron en recibir las primeras quejas de los compañeros, que les pedían que intentaran no hacer ruido por las noches. Laura dejó su trabajo para ocuparse del niño, mientras Carles seguía siendo el crack del hot desking. Ahora que eran tres, la falta de intimidad los abrumaba y las tensiones entre ellos crecieron y crecieron hasta hacerse insostenibles.
Decidieron separarse de manera amistosa y, aunque las separaciones siempre son tristes, acordaron hacer lo que fuera mejor para Martí. Así que Laura se quedó en la habitación del cuarto piso, y Carles se instaló en el segundo, y se encargaban del intercambio del pequeño en la tercera planta, donde estaban los futbolines.