Cuando se viaja a París por primera vez es obligado realizar, en mi opinión, un acto de homenaje: acercarse a la plaza de la Bastilla. De esa construcción -esa fortaleza siniestra- ya no queda nada de nada. Las aguas del canal de Saint Martin, en su tramo final, unen la plaza con el Sena y pasear por sus arcenes constituye una experiencia agradable que nada tiene que ver con la sangre derramada hace casi dos siglos y medio. El homenaje que propongo debe hacerse a toda aquella gente que protagonizó un hecho inaudito. Dicen que el ayudante de cámara de Luis XVI despertó al rey aquella noche del 14 de julio de 1789. “Majestad, la Bastilla ha sido asaltada y los presos ahora son libres. Hay grupos de gente que se dirigen hacia aquí, hacia Versalles”. "¿Es una revuelta?" preguntó el monarca. “No, sire. No es una revuelta. Es una revolución”.
Revoluciones en la historia ha habido muchas. ¿Qué diferencia una revuelta de una revolución? Con ocasión de su libro Viaje a Rusia Josep Pla propuso su definición de revolución, breve pero que lo dice todo: "Una revolución no es más que un cambio brusco del personal dirigente". La rusa fue una revolución. La estadounidense, otra. Han afectado a una gran cantidad de gente y han tenido repercusiones históricas. Ahora bien, sólo una ha logrado cambiar la humanidad de arriba abajo y por los siglos de los siglos: la Revolución Francesa. Fue un acto único. A partir de entonces el concepto de hombre nunca ha vuelto a ser el mismo. La "Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano" promulgados allí en 1789 están implícitamente en los preámbulos de todas las constituciones democráticas, son la base de los derechos humanos y guían todas las actuaciones de los tribunales internacionales. El grito que salió de la Bastilla hizo temblar a Francia, sin duda, pero también llegó a la isla más remota y pequeña del Pacífico. Su éxito posiblemente se deba a que habla de derechos naturales, intrínsecos a la condición humana.
A partir de ese momento, ciertamente histórico, Francia vivió tiempos convulsos. El siglo XIX fueron de alternancia: de emperador, de períodos monárquicos, de etapas republicanas... Ciclos, uno tras otro, descritos por Maurice Hauriou: se parte de una revolución, se avanza hacia el parlamentarismo, se cae en el caos y vuelve a empezar el absolutismo. No es hasta 1870 (la Segunda República) que Francia se consolida definitivamente como estado republicano y los franceses establecen una escala de valores que se conoce como "los valores republicanos".
Poca broma con los franceses. Hace muchos años que la mejora de vida de los europeos -y de mucha otra gente- proviene de allí
Francia no es una broma. Y contrariamente al chiste que se suele explicar sobre cualquier país, a Francia la han edificado los franceses. Su PIB per cápita es de 33.230 euros (el español es de 24.500 euros) y líder en ingeniería, alimentación, aeronáutica, etc. Bien, ¿qué debo explicarles? Recuerdo, de joven, veraneando en Bergerac, en casa a la familia, salió por televisión el entonces Presidente de la República, Valéry Giscard d'Estaing. Presentó tres grandes proyectos de su mandato: construir el tren más rápido del mundo, crear un gigante de la aeronáutica y profundizar en la integración económica europea. Inmediatamente se puso en marcha el típico sarcasmo de los franceses: “¡Sí hombre sí! ¿Y qué mas?”. Cabe recordar que, en la época, los referentes mundiales a los que pretendía desafiar a Giscard se llamaban “Tren Bala Japonés”, BOEING y Dólar. Pero hay que decir que Giscard, y los franceses, tuvieron éxito. Los resultados de sus proyectos también tienen su nombre: TGV, AIRBUS y Euro. Los dos primeros son los líderes mundiales y el euro es su segunda moneda, y avanzando. Por eso digo que poca broma con los franceses. Hace muchos años que la mejora de vida de los europeos –y de mucha otra gente– proviene de allí.
Muchos son los avances, no sólo materiales sino sociales, de los que disfrutamos y que también proceden de Francia. Puede que en el momento histórico, en el contexto de ese momento, los planteamientos hayan podido parecer descabellados, utópicos –como los retos lanzados por el propio presidente Giscard–. Algunas iniciativas las promueve el poder, otras las hace el pueblo. Así que disfrutamos de jornadas de ocho horas y de vacaciones pagadas, fruto de la gente y de los gobiernos franceses previos a la Segunda Guerra Mundial, los de la Tercera República. La Constitución de la Quinta República (1958) que es la vigente, recoge en el preámbulo todos estos derechos que no son, digamos, naturales sino adquiridos a raíz de lo que podríamos llamar “consecuciones del estado del bienestar”. Después han venido otros. La jubilación a los 62 años y –esa fue sonada- la jornada semanal de 35 horas.
¿Cómo es posible que trabajando un 13% menos de horas y con la jubilación más temprana que nadie esté en la cima de los países mundiales?
¿Cómo es posible que un país que trabaja un 13% menos de horas que los demás países occidentales y que se jubila más temprano que nadie, como puede ser, digo, que esté en la cima de los países mundiales? La respuesta es tan sencilla como complicada de llevar a la práctica: se llama “productividad”. Si la media europea es 100, la productividad francesa es 111, la alemana 102 y la española 94 (datos Eurostat 2022). El obrero francés es muy productivo –ha habido años que ha sido el más productivo del mundo–. Y su profesionalidad está por encima de dudas. Recuerdo que un día, hace años, iba en taxi por París. La taxista miraba continuamente el callejero -Google aún no existía, claro- para ver si seguía el camino correcto. En un momento dado me sentí obligado a intentar ayudarla indicándole algún recorrido –yo conocía el camino. “C'est mon métier, monsieur” (“Es mi trabajo, señor”), me dijo secamente. No en vano es el país que otorga títulos a la gente que trabaja bien: Meilleur ouvrier de France (MOF). El propio Paul Bocuse estaba orgulloso de muchas cosas pero, sobre todo, que en 1961 le otorgaran la medalla MOF. Por eso cuando llegas a su restaurante de Collonges-au-Mont-d'Or te lo encuentras anunciado en la puerta. Ser un buen profesional en Francia cuenta y se reconoce.
La falta de una burguesía productiva en la España castellana que se sublevara cuando tocaba lleva a los actuales “palcos del Bernabéu”
Esta perspectiva del francés trabajador, eficaz, productivo, emprendedor, no se difunde demasiado entre nosotros. Cuando se explica la Revolución Francesa sólo se realiza parcialmente. La mitad que interesa popularmente. Pero el éxito de aquella revolución fue la combinación simultánea de dos ambiciones llevadas a cabo por dos colectivos: la de un pueblo empobrecido y ofendido por la monarquía, por la aristocracia, y la de los emprendedores para los que aristocracia, la mentalidad agrícola, les era un tapón insoportable. Tuvieron la habilidad de combinar ambos malestares. La gente era pobre porque no existían medios de producción libres. De esta última parte de la Revolución Francesa no se habla demasiado. Esa fue una revolución popular y burguesa a la vez. El sistema económico de la aristocracia colapsó forzada por los burgueses, por el mercantilismo. A menudo se dice entre nosotros que estamos donde estamos por no haber tenido una revolución. Pero nos agarramos a la parte populista, la de la población harta de quien manda. La falta de revolución en nuestro país ha comportado muchas cosas, sobre todo en la España castellana. La falta de una burguesía productiva que se sublevara cuando tocaba lleva a los actuales “palcos del Bernabéu”.
Fue a partir de esa tábula rasa que en Francia ya no se tolera ningún comportamiento idiota por parte de los que están en lo más alto. La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano tiene diecisiete artículos. Pero, en mi opinión, hay uno que es vital y que ha edificado la Francia que conocemos. Y que tienen en mente permanentemente los países avanzados. Pero no nosotros, asombrosamente. El artículo 15 dice: “La société a le droit de demander compte à tout agent public de son administration” (“La sociedad tiene el derecho de ajustar cuentas con cualquiera de los agentes públicos de su administración”). ¿Se lo imaginan? ¡Esto se escribió en 1789!
Este derecho los franceses lo llevan en la sangre. No admiten la falta de claridad de aquellos a los que el contribuyente paga el salario. Y se sublevan de vez en cuando. Queman contenedores, si es necesario. Y la población no hace el ridículo. Allí no les falta tiempo para desmarcarse de quienes utilizan determinados niveles de violencia. Nadie pretende quedar bien. Desconocen nuestro “no se diga que...”. Y ahora parece que no se les ha explicado bien el porqué la edad de jubilación se alarga a 64 años. Yo creo que es un tema económico, de pura sostenibilidad del sistema. Y el gobierno –que no ha surgido del Parlamento ya que lo nombra el Presidente de la República– ha utilizado una herramienta que la Constitución le pone al alcance: cuando la Asamblea Nacional y el Senado, mediante una comisión mixta, se ponen de acuerdo en una ley, pero algunos diputados la bloquean por motivos políticos, el gobierno puede aplicar un artículo constitucional (el 47.1) que le permite aprobar un proyecto de ley por decreto. Y esto ha hecho la primera ministra Elisabeth Borne. Esto, este mecanismo, forma parte de lo que la Constitución llama “Parlamentarisme rationalisé” -¡ya se sabe, la productividad ante todo!- característico de la Quinta República.
Ignoro si los franceses ahora sublevados tienen razón o no. A menudo, antes, la han tenido. Sus acciones de protesta suelen tener repercusiones de carácter mundial –¿recuerdan el mayo del 68?–. Y es que Francia es Francia. No se preocupen, el Presidente de la República está por encima del bien y del mal. La sangre no llegará al río. Pero podría ser que en unos años, bastantes, tengamos que rendir homenaje a los que ahora ocupan las calles de París y de tantas poblaciones francesas.