El problema era que no sabíamos a quienes nos referíamos cuando decíamos “nosotros” (Adrienne Rich). Nos guste o no reconocerlo, somos seres sociales. Los humanos hemos nacido y crecido siempre dentro de un conjunto, bien sea agrupados de forma política en pueblos y ciudades u organizados en grupos afectivos o familiares. Siempre podemos decir, en última instancia, que somos parte de algo. Sin embargo, nos encontramos en un momento en el que la sensación de pertenencia se encuentra más difusa que nunca, y el aislamiento o la soledad representan uno de los mayores problemas de nuestra sociedad. ¿Qué ha hecho que nos encontremos en este punto? Y, lo más importante, ¿qué podemos hacer para buscar respuestas cómodas en una era de incertidumbre e inquietud?
La sensación de pertenecer a algo superior ha sido perseguida desde el inicio de los tiempos. Desde la búsqueda de la divinidad hasta la agrupación en tribus o comunidades, el ser humano ha buscado el refugio de la intemperie en sus iguales. Desde nuestros orígenes, por tanto, hemos procurado unirnos y formar alianzas para hacer más llevadera nuestra existencia o más eficiente nuestro reparto de tareas y recursos. Desde hace unas décadas, nuestras sociedades contemporáneas se han visto absorbidas por la lacra del individualismo. El clamor de un individuo capaz de todo que no depende de nada ni de nadie se ha impuesto como la figura que mejor encarna la perfección humana, y esta idea se ha trasladado a todos los rincones de nuestra sociedad. Cuando una persona necesita la ayuda de los demás es, por tanto, percibida como débil. La fortaleza radica en la no dependencia y, por tanto, en la innecesidad de los lazos y lazos que sostenían, hasta el momento, la vida. "Para ser feliz no necesitas nada ni nadie: la respuesta a la felicidad debes encontrarla tú solo y sin ayuda".
La creencia de no necesitar nada ni nadie suele conducir a personas más aisladas, desconectadas de las vidas de los demás y con muchas más carencias por participar de la vida en sociedad
Pero no nos ha hecho falta andar demasiado para ver que esto no sólo es mentira, sino que resulta extremadamente doloroso. La creencia de no necesitar nada ni nadie suele conducir a personas más aisladas, desconectadas de las vidas de los demás y con muchas más carencias por participar de la vida en sociedad. La soledad no deseada es actualmente uno de los problemas más graves de nuestra vida en común. Este fenómeno está altamente vinculado al proceso de modernidad, industrialización y desarrollo urbano, ligado a la ya mencionada tendencia del neoliberalismo de exaltar el individualismo como fin de la conducta en grupo. De hecho, algunos estudios científicos muestran ya la relación directa que existe entre la salud mental y la soledad. Un estudio del Parc Sanitari Sant Joan de Déu muestra que la probabilidad de una persona que vive en situación de soledad de desarrollar una depresión es cinco veces mayor respecto a otra persona que no se siente sola.
Vivimos una crisis de pertenencia en nuestras sociedades, y el reto de la soledad o la desvinculación de la vida en común ya ha sido un tema de preocupación por parte de algunos filósofos contemporáneos desde hace décadas. Si bien Aristóteles definía al ser humano como un zoon politikon, otros pensadores como Friedrich Nietzsche consideraban que la soledad ablanda el alma humana, mientras la multitud la pule a través del contacto con otras almas.
No conviene, sin embargo, confundir soledad con solitud. La soledad es aquella situación donde el individuo se encuentra voluntariamente aislado, desconectado de la realidad que le rodea para realizar un ejercicio de introspección, mientras la solitud es aquella situación involuntaria donde el individuo se encuentra desconectado de la realidad que le rodea y esto le provoca una situación de dolor, desamparo y, en el peor de los casos, vacío existencial. En el campo de la solitud encontramos contribuciones como la de Michel de Montaigne, valoraban la solitud como un estado mental de plenitud, porque se libraba de las restricciones humanas y era un estado donde la mente podía expandirse en sus capacidades. Según el filósofo francés, la solitud pertenece al mundo privado de los recuerdos, y no a la memoria, y es el estado en el que más podemos hacer crecer la imaginación. Por tanto, estar solo no siempre debe representar una situación dolorosa, pero estarlo sin voluntad puede tener consecuencias extremadamente dolorosas para el individuo y también para su comunidad.
Según Schopenhauer, los seres humanos somos como los erizos: necesitamos el calor de las personas que nos rodean, pero si nos acercamos demasiado, nos hacemos daño con nuestros pinchos
Por este motivo, la teoría de los erizos de Arthur Schopenhauer es la que encuentra la justa medida entre la capacidad de introspección y la pertenencia a la comunidad. Según el filósofo, los seres humanos somos como los erizos: necesitamos el calor de las personas que nos rodean, pero si nos acercamos demasiado, nos hacemos daño con nuestros pinchos. Por este motivo, es necesario mantener una justa distancia que nos permita la creatividad de la solitud pero el calor para evitar la soledad.
La soledad es un reto social que necesita respuestas colectivas que provean a las personas de espacios de calor y sentido de pertenencia a la comunidad, pero la solitud debe ser alentada para permitir que todos tengamos un espacio donde estar con nosotros mismos y trabajar la introspección. Ante la crisis de comunidad y confort debemos escuchar los nuevos espacios emergentes que están surgiendo para paliar la soledad: las nuevas comunidades online, las agrupaciones feministas y/o LGBTI+ o incluso los grupos de fans nos pueden aportar ideas para generar nuevos lazos y crear nuevos pequeños refugios contra el frío del individualismo.