Cuando estoy en Ámsterdam la vida toma perspectiva. No sé cómo decirlo, ni si tiene demasiado sentido para todo el mundo o sólo soy yo, que necesito constantemente explicarme a mí misma todo lo que vivo para dotarlo de sentido; y que me va bien alejarme de los puestus por entenderlos. Cuando llevas unos meses viviendo en Amsterdam te das cuenta de que, en realidad, es una ciudad muy pequeña. Y la ves aún menor cuando piensas que es la capital de un país. Ámsterdam, comparado con otras ciudades europeas como Barcelona, París, Viena o Londres, es un pequeño rinconcito conectado por agua y bicicletas, de casas bajas y rodeada por jardines.
Algunos amigos, como Enric o Tarek, me dicen que, cuando llegan a Amsterdam con el avión, piensan en una película de ciencia ficción futurista: los campos holandeses se distinguen como cuadrados perfectos de distintos colores desde las alturas, perfectamente delineados entre ellos y creando una especie de mosaico gigante. A mí me parece muy representativo de la sociedad holandesa, estructurada y cuadriculada, diversa pero compartimentada, pequeña y perfeccionista. Pero a otros esta voluntad de perfección absoluta les hace sentir alejados y regidos por criterios que no tienen más sentido que la mera voluntad de ordenación. Durante la primavera, estos campos se llenan de flores de diferentes colores, mayoritariamente tulipanes, y los expatriados y los turistas corren a tomar fotografías y colgarlas en las redes sociales. Desde el cielo, cuando volamos, los campos se vuelven de colores estridentes y todavía dan más esa imagen de perfección extraña, de contraste y al mismo tiempo simetría que resulta amable a la vez que inquietante.
A pequeña escala, las calles de la ciudad también florecen a partir de finales de marzo. Las tiendas se llenan de flores y las casas sacan fuera a las plantas que han guardado dentro, retiradas del invierno frío y húmedo, pero que ahora vuelven a brillar. La primavera nunca ha sido mi época preferida (como buena gerundense, soy más de otoño) pero aquí he descubierto que tiene un encanto especial. El entorno verde y azul y su contraste con las casas de ladrillos y la velocidad de las bicicletas dota a la ciudad de una pátina amable, que contrasta con la distancia de sus inviernos helados y oscuros. Las flores, de repente, vuelven a conquistar los espacios públicos, y las macetas y puentes de la ciudad se convierten en recipientes llenos de colores. No hay duda de que los holandeses no son tan abiertos y alocados como los mediterráneos, pero durante la primavera, y especialmente en los días soleados, puedes ver cómo sonríen de reojo o disfrutan de la vida en los parques y terrazas de los diferentes vecindarios de la zona de Oost, donde vivo yo.
No hay nada como la primavera holandesa, y no hay mejor forma de conocer una sociedad que viendo cómo se comporta en su época más esplendorosa del año. Como alguien que llevaba más de siete años viviendo en Barcelona, una ciudad densa y ajetreada, con vistas al mar y a la montaña, con ritmos frenéticos y terrazas ruidosas, con vecinas que saludan y empresas que crecen, Amsterdam se presenta como un sueño idílico donde, a su vez, nunca ocurre nada. Amsterdam es un precioso decorado por una vida que vivo desde la distancia de aquellos que no nos sentimos como en casa en un sitio con mejores oportunidades laborales. Si no fuera por mis amigos, Amsterdam sería un sitio muy diferente. Una ciudad preciosa, sin lugar a dudas, pero lejos de mis raíces, mis olores y costumbres. Lejos de los cafés con leche antes de entrar a trabajar, de las librerías de barrio o del ruido de las obras de al lado. Cuando llevas un tiempo lejos de casa aprendes a añorar algunas cosas, pero también a poner en valor otras muchas. Supongo que la distancia te permite mirar los campos de flores desde lejos y apreciar su belleza, así como que te tiemble el corazón cuando, antes de volver a casa, ves la costa catalana y recuerdas noches de verano con las amigas, cenas con la familia o encuentros clandestinos en la playa.
No hay mejor forma de conocer una sociedad que viendo cómo se comporta en su época más esplendorosa del año
Esta semana es Temps de Flors en Girona, una fiesta muy mía que me ha conectado con la ciudad. Si hace unas semanas celebrar Sant Jordi parecía una fiesta nostálgica ya medio gas, este fin de semana no podría ser más sencillo disfrutarla con orgullo. Una ciudad decorada de flores por una tradición floral que te hace sentir cerca del nido. Ámsterdam no es una ciudad perfecta, y tengo mis dudas de que sea mejor que las ciudades en las que he vivido antes, pero durante la primavera, cuando las noches se hacen cortas y los colores conquistan la ciudad, te hace sentir como en casa.