Biel, recientemente nombrado tesorero de una colla castellera, está sentado en un portal de una de las calles adyacentes a la plaza de Sant Jaume, en Barcelona. Tiene el portátil sobre las piernas y teclea frenéticamente, introduciendo cifras en un Excel interminable. Lleva la camisa de hacer castells, un pañuelo en la cabeza y, como está enfaixat, la postura le resulta totalmente incómoda. "No me cuadra. ¿Cómo es posible que hayamos gastado tanto?" Musita mientras se muerde las uñas. Mientras tanto, a pocos metros de él, comienza el toque de castells y el grito sofocado del cap de colla, que intenta imponerse sobre aquella babelica muchedumbre de nacionalidades en que se ha convertido la fiesta de la Mercè. ¡Terços amunt!
La plaza se queda en silencio. Sabe que es una de las últimas grandes diadas del año. Que todos están pendientes de aquel cuatro de nueve con aguja y que si cargan aquel castell se mantienen como colla de gama extra. Pero no mira a los compañeros, no. Él no puede apartar la vista de aquellas fórmulas que parecen no tener sentido. Debería quedar a cero. ¿De dónde sale este "ERROR"?
Le cayeron las primeras bromas: "Ahora que tienes las llaves de la caja, ya nos invitarás a cervezas" o "¡paga el tesorero!"
Accedió al cargo en la última asamblea, alrededor de la Festa Major. El antiguo tesorero, Maure, sonreía con alivio mientras le hacía el traspaso de la carpeta como si fuera un ritual ancestral, deseándole toda la suerte y todos los aciertos del mundo. La ilusión que tenía de participar activamente en una asociación sin ánimo de lucro se desvaneció cuando tomó el fajo de facturas y la memoria USB llena de datos. Ahora, la responsabilidad le pesaba como una gran losa y pensaba que se había metido en un buen lío. Toda la colla lo aplaudía, ese viernes después del ensayo. La junta lo añadió al grupo de WhatsApp y pronto empezaron a caerle las primeras bromas. "Ahora que tienes las llaves de la caja, ya nos invitarás a cervezas" o "¡paga el tesorero!"
Durante el primer mes como tesorero, al volver del trabajo, se ponía a redactar hasta la madrugada los papeles de las subvenciones, porque sin la ayuda pública, no existiría el tan arraigado y orgullosamente defendido asociacionismo catalán. Luego vino la Festa Major. Pagar proveedores. Los 600 litros de cerveza —que se dice pronto—, los poli clins, el escenario, los grupos Ginestà, Figa Flawas y la otra treintena de actividades culturales. Camisetas de la colla, autobuses para ir de un lado a otro a las diferentes diadas del territorio... "Qué fácil es hacer cosas cuando el dinero no es tuyo", piensa...
Ya lo tiene, eso, la cultura popular, de hacer emocionar con gestos que parecen detener el tiempo
De repente, un estruendoso ruido de aplausos y gritos alegres le hace levantar la vista de su tarea. Ve cómo la enxaneta hace el gesto y el castillo está cargado. El escenario es imponente: un telón de fondo azul celeste y la frágil estructura enmarcada entre el Palau de la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona. Eso tiene, la cultura popular, de hacer emocionar con gestos que parecen detener el tiempo. Sus ojos se empañan. ¡Somos los mejores!, grita.
Y, de repente, tiene la intuición más cutre de la historia de la economía mundial. Se sacrificará por la colla. Saca la cartera y agarra la factura simplificada de la última compra que hizo en el súper. 78 euros. Servirá. Teclea los dígitos en la columna de gastos... y ahora sí. El contador está a cero. Respira. Cierra el ordenador y se dirige a la plaza. Mira a los compañeros que celebran la proeza que acaban de lograr y piensa: ¿quién de vosotros, cabrones, ha metido mano a la caja?