Aparecen costes ocultos incrementales a medida que avanza la transformación digital en todos los estadios de la sociedad. Son aquellos relativos a las disfunciones de las herramientas utilizadas, como el spam, los errores en la identificación del destinatario o la redundancia entre las funciones presencial y virtual, como la duplicidad de mensajes a través de las redes sociales que llegan a un mismo destinatario. Parece que no, pero lo entorpecen mucho. Cuando la digitalización reduce los costes, se disparan por otro lado.
José Ignacio López de Arriortúa protagonizó en los 80 y 90 una revolución en los procesos de producción automovilística, gracias a dos grandes cambios. El primero, la introducción del just-in-time, que significaba reducir drásticamente los stocks de coches porque se fabricaban a medida que los clientes los encargaban. El segundo, la disminución radical de trabajadores en las cadenas de producción, para ampliar las plantillas de los servicios de productividad, calidad, marketing, innovación o diseño, entre otros. De hecho, estos dos hechos se adelantaron un par de décadas en la revolución digital. El Superlópez vasco, que controló todo el poder en Opel, General Motors y Volkswagen durante unos años, se inventó sistemas de producción “digitales” en la era pre digital. Es decir, centralidad en torno al consumidor, reducción de los intermediarios, decrecimiento de las plantillas fijas, disminución radical de los costes o externalización de los servicios.
Las herramientas aportan efectivamente mayor acercamiento al cliente, reducen los intermediarios, el personal fijo y los costes internos, pero en la práctica incrementan geométricamente los desórdenes, las alteraciones y las anomalías
Vivimos ahora en la segunda fase de implantación de la revolución digital, a medida que penetra masivamente en las empresas, en las instituciones públicas, en las familias y en las personas. Pues bien, resulta que algunos de los vicios, contra lo imaginable, no hacen más que agrandarse. Las herramientas aportan efectivamente mayor acercamiento al cliente, reducen los intermediarios, el personal fijo y los costes internos, pero en la práctica incrementan geométricamente los desórdenes, las alteraciones y las anomalías. Dos tercios de los emails producidos en todo el mundo son spam; la carne enlatada que comían los soldados estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial, pasada por el humor de la serie inglesa Monty Python's Flying Circus de los 70, acabó popularizando este término internacional por tachar el spam. Escribía el otro día Genís Roca que de los cincuenta millones de personas que generan contenidos en la red, sólo dos millones de ellos logran un cierto modelo de ingresos, es decir, el 80% sólo ensucian.
Cinco horas laborales al año
En 2022, un estudio de la empresa antivirus Kaspersky detectaba que el spam significaba la pérdida de cinco horas laborales al año por cada persona. Si el coste/hora trabajada en España es de 22,4 euros (INE, 2020), multiplicando la resultante de horas/precio unitario por los más de veinte millones de trabajadores activos -a los que hay que añadir los pensionistas y el resto de la población -, sale una cantidad muy superior a la de la soledad no deseada, que es otro coste oculto, equivalente al 1,17% del PIB, según avanzamos el otro día. Los ciberataques están a la orden del día, solo hace falta recordar el del Hospital Clínic hace unas semanas. Los costes en software, hardware y otros servicios relacionados con la protección de datos, la seguridad y la gestión de riesgos se están disparando en el último trienio de un 15% anual (Garner, 2022). Tampoco podemos olvidar, pese a la dificultad de contabilizarlos, los costes inherentes a las enfermedades derivadas del cansancio, de la angustia que generan en la persona todas estas distorsiones; ni tampoco el adelanto de la obsolescencia de los aparatos o reparaciones; ni la reiteración al emitir mensajes a través de masas canales que el receptor rechaza y le provoca acoso.
Es verdad que muchos de los antídotos al uso -anti spam, preventivos, limpieza de los aparatos, reforzamiento de la seguridad...- están sin cargo. Ahora bien, ya se sabe que en los aparatos digitales, las empresas que los venden siempre acaban monetizando a base de productos freemium o de cualquier otra forma.
¿Qué queda del concepto de la autenticidad, sobre lo que ha girado el mundo en los últimos treinta o cuarenta años, que ha protagonizado las industrias del turismo, de la moda, de los complementos personal y del hogar o del lujo?
Los boomers decimos que las relaciones presenciales son de mejor calidad y duración. Los millennials se decantan por traspasar los afectos, las emociones, las caricias, a través de la virtualidad y alejarse cada vez más del contacto físico. Unos y otros se encuentran cada vez mejor en su situación. Está naciendo un nuevo modelo de convivencia donde la vieja presencialidad y la nueva virtualidad se conjugarán de una forma distinta a la actual. Es necesario aceptar que las nuevas tecnologías han ampliado enormemente el campo relacional. ¿Qué queda del concepto de la autenticidad, sobre lo que ha girado el mundo en los últimos treinta o cuarenta años, que ha protagonizado las industrias del turismo, de la moda, de los complementos personal y del hogar o del lujo? La realidad virtual, el metaverso, los juegos a distancia, las holografías... ¿acercan o separan?
Mientras van encajando los nuevos escenarios, el hecho es que cada vez se vuelven más elevados los costes ocultos en un sector donde se trabaja con márgenes altos. ¿Quién paga todo esto? A la productividad comparada con la Unión Europea le ocurre lo mismo que a Aquiles y a la tortuga.