Tres pasos de baile en una baldosa han servido para poner nuevamente en el candelero la inteligencia artificial. El primero ha sido el ajetreo por el despido de Sam Altman de la compañía que fundó, OpenAI. El segundo, el fichaje instantáneo por la competencia, Microsoft. Y el tercero, la marcha atrás recuperándolo por la compañía original y la dimisión del consejo de administración que lo había echado. En menos de cien horas, nunca había quedado tan al descubierto la importancia que las tecnológicas dan a la IA -monstruo o gran esperanza- y los trapicheos de los miles de millones que se juegan para controlar el desarrollo de este enser. Tangencialmente, se ha patentizado algo que avanza desde hace tiempo: actualmente, los inversores están mandando menos que los directivos en el momento de tomar las decisiones en las empresas.
Al último Global Consumer Trends 2024 (Euromonitor), el 53 % de los profesionales dice que la suya empresa planea invertir en esta herramienta digital en los cinco años próximos; y, como consecuencia, las escuelas de negocio están lanzando programas sobre sus aplicaciones y las oportunidades. Si en los últimos doce meses ha estallado la euforia empresarial, entre los privados no hay paso tanta: el 42 % de la población afirma, según la misma fuente, que se sentiría cómodo con asistentes de voz más sofisticados y solo el 17 % la usaría para resolver preguntas complejas. En definitiva, los privados circunscriben la IA a los xatbots y no demasiado más allá.
Pero la ceremonia de intrigas a la que hemos asistido estos días ha puesto en evidencia algo que hace tiempo se va forjando: se acorta la diferencia entre el poder del capital y el talento en el interior de las empresas. El dinero y sus representantes en los consejos de administración pierden despacio su jerarquía; en este caso de la IA, por goleada frente a los tecnólogos y de sus equipos. Diríamos que este episodio consagra una nueva manera de actuar. Los que ejecutan las estrategias de las corporaciones tienen más poder de decisión que los inversores: "yo me voy y el negocio me lo llevo" -Altman ha dado un golpe en la mesa-.
El sagrado valor del dinero ha quedado desmenuzado ante el poder del talento. La eterna dialéctica entre el hombre con capital y el directivo empleado se desequilibra. La maniobra del fichaje estrella por parte del equipo rival -como en el fútbol, pero con el pedigrí de Silicon Valley- ha acabado rompiendo la subordinación que se estaba agrietando desde el auge del emprendimiento.
"El sagrado valor del dinero ha quedado desmenuzado ante el poder del talento"
Quien paga manda. Este ha sido el lema vigente hasta la actualidad, desde que se emiten los primeros títulos que sustituyen el trueque. El propietario o el inversor toman la decisión de acometer un negocio, de ampliarlo, de abrir un nuevo proyecto; ponen el dinero encima de la mesa, eligen el directivo de su confianza y estos los empleados y trabajadores necesarios. Aunque la iniciativa se origine al revés, aparece el flujo tradicional: el capital toma las decisiones y los directivos y los trabajadores acatan las órdenes. Si surge alguna discrepancia: se da paso al acato o indemnización y despedida. En contadas ocasiones los directivos o empleados encuentran las rendijas para quedarse con la propiedad o acabar tomando las decisiones definitivas.
Así ha sido hasta hace poco. Pero el inicio de la era tecnológica ha significado un cambio de modelo de negocio en el cual el emprendedor desarrolla una idea, la depura, la desarrolla y busca el capital para desplegarla. Los inversores o las instituciones financieras aportan el dinero necesario durante el tiempo que han previsto para hacer madurar los recursos aportados. En la medida en la que hay sintonía en este punto entre ambos, bajo el liderazgo del emprendedor, el negocio funciona. Sólo hace falta que se cumplan los objetivos de rentabilidad previstos de multiplicar el capital invertido por dos, por tres o por n . En medio de la desintermediación en el mundo del dinero, las plataformas de crowdlending van más lejos todavía: desmenuzan las participaciones en cada proyecto entre los diferentes inversores los cuales aportan unas cantidades u otras según el interés o la capacidad financiera. Las posibles interferencias del capital todavía son más reducidas: los inversores acompañan externamente los proyectos. Si estas circunstancias coinciden, el más perjudicado no es siempre el emprendedor.
Pregúntale a la inteligencia artificial
Un año después de la presentación de la ChatGPT, se desvela nuevamente el debate público sobre el venidero de la IA, si es que se ha abandonado en los últimos doce meses. La IA es la caja de Pandora, el santo Grial, la herida luminosa, la otra cara de la luna, la piedra de Rosetta, la llegada de los terrestres a la luna, los manuscritos del Mar Muerto de la segunda década del milenio... Esta herramienta acontece la clave del cambio digital. Hay voluntad de abrir la puerta y ver qué aparece en la antesala del futuro inmediato, si se trata de un servicio a los humanos y a las empresas o el contrario. Es comprensible que despierte tanto interés como para desatar las luchas enconadas protagonizadas por los actores del espectáculo, no en vano está en juego su dimensión ética y legal en la medida en que replantea la relación persona-máquina que ha estado vigente en los últimos doscientos años.
En el caso de OpenAI se ha roto definitivamente la dinámica jerárquica del capital y el trabajo. Se ha convertido en el paradigma de cómo se gestionarán los negocios a partir de ahora en la era digital, no solo en el sector de las tecnológicas. Si alguien lo duda que le pregunte a alguna plataforma de IA y verá que le responde.