Durante muchos años, la teoría económica pregonaba un modelo simplificado para explicar el comportamiento de los mercados, fundamentado en la idea de que los agentes económicos actuaban de manera racional, tomando decisiones basadas en la minimización de costes y la maximización de beneficios. El Homo Economicus, le llamaban. Y, como se ha repetido siempre, el negocio no tiene alma ni sentimientos. Pero repetirlo muchas veces no lo hace cierto.
Prueba de ello son los premios otorgados en 2002 a Daniel Kahneman y Vernon Smith por el Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel. Estos reconocidos psicólogos, con sus teorías de la “racionalidad limitada” y la “prospectiva”, demostraron que la psique mueve la economía y que, demasiado a menudo, lo hace de manera irracional y autodestructiva en momentos de incertidumbre. Keynes ya lo había destacado décadas antes, subrayando que la pasión y la voluntad de montar una empresa eran las auténticas palancas que motivaban a los emprendedores, más allá de los planes de viabilidad y de los modelos económicos.
Los factores emocionales –la ilusión, la necesidad de pertenencia al grupo o el miedo, entre otros– son cruciales a la hora de tomar decisiones económicas. Desafortunadamente, la sociedad occidental ha arrinconado la psicología, reduciéndola a la gestión de problemas mentales individuales, y ha empobrecido el conocimiento económico al prescindir del estudio de la mente humana para entender sus reacciones y comportamientos.
"Los factores emocionales –la ilusión, la necesidad de pertenencia al grupo o el miedo, entre otros– son cruciales a la hora de tomar decisiones económicas"
Con esta premisa, hay que tener presente que el imaginario colectivo de cada generación vehicula falsos dogmas que se propagan rápidamente y pueden conducir a decisiones individuales y colectivas erróneas. Las burbujas recientes –vivienda, bolsa, criptomonedas– son una prueba. Hay que esperar que estallen para tomar conciencia de lo obvio, hasta que un nuevo estado de opinión colectivo, disfrazado de racionalidad, nos vuelva a engañar y repita el ciclo.
Si queremos entender las palancas que nos mueven hoy a la hora de tomar decisiones, hay que observar atentamente el presente y el pasado reciente, ya que estos nos pueden ofrecer claves para prevenir situaciones indeseables.
Como destaca el jesuita Javier Vitoria, entre el mayo francés de 1968 y la primavera de 2024, hemos transitado del "seamos realistas: ¡pidamos lo imposible!" al "todo es insostenible"; el capitalismo, el crecimiento económico, la sociedad de consumo, el productivismo, la crisis ecológica, los conflictos armados…
En los años sesenta cautivaba una expectativa optimista del futuro, vista como una promesa de progreso ilimitado. En los años ochenta, la crisis de la modernidad puso fin al futuro como tiempo de esperanza. La postmodernidad, liberada del sentido lineal de la historia, convirtió el futuro en una idea del pasado. El realismo ya no consistía en esperar lo imposible, sino en aprovechar al máximo el presente. Así, Francis Fukuyama proclamaba "el fin de la historia". El capitalismo democrático, victorioso, se encargaría de resolver todas las contradicciones de la sociedad. Pero hoy, como dice Marina Garcés, vivimos la era de la insostenibilidad.
"El realismo ya no consistía en esperar lo imposible, sino en aprovechar al máximo el presente"
Para muchos, la pregunta "¿hacia dónde?" ha quedado obsoleta. Ha sido sustituida por un "¿hasta cuándo?" que cuestiona todo, desde el ámbito íntimo hasta el colectivo, desde lo político hasta lo económico. Sociólogos como Ulrich Beck y filósofos como Daniel Innerarity apuntan que la humanidad vive atrapada en la incertidumbre respecto al futuro, lo que provoca catastrofismo y alarma universal, condicionando nuestras decisiones globales, incluidas las económicas.
Este “aquí y ahora vital” nos impide pensar en proyectos, propósitos, legados o sacrificios conscientes para sembrar hoy y recoger mañana. La economía industrial, basada en inversiones a largo plazo, queda relegada al discurso político, mientras la economía financiera crece desmesuradamente, acumulando deudas impagables que conforman una burbuja insostenible, con riesgo inminente de colapso.
Ante la incertidumbre, queremos ganancias rápidas y buscamos nichos especulativos, a menudo maquillados de sostenibilidad y objetivos de desarrollo sostenible (ODS).
¿Vivimos tiempos apocalípticos? Seguramente no. Pero lo que condiciona el futuro es lo que colectivamente creemos, independientemente de la realidad objetiva. La psique, que todo lo contamina, nos puede traicionar si no somos conscientes de ello. Así, cada uno de nosotros, con sus pequeñas decisiones diarias, contribuye a construir el futuro. Y yo, personalmente, tengo claro que intentaré poner mis emociones bajo control.
El sol sale cada día. Hay futuro. Quizás será diferente de lo que hemos conocido, pero será un nuevo futuro. Si nos lo creemos, quizás, colectivamente, lo hagamos mejor, más justo, equitativo y sostenible.