El periodista Ramon Aymerich, con su maestría habitual, nos acerca a los últimos treinta o cuarenta años de las relaciones económicas internacionales en el libro El desencanto global. De la euforia neoliberal al cuestionamiento de la globalización. Director de Internacional de La Vanguardia, Aymerich ha estado más de veinte años al frente de la sección de economía del mismo diario, por lo cual puede hacer una aproximación a las relaciones internacionales que a menudo no están al alcance de la mayoría de especialistas en la materia.
El libro, rebosante de información y de detalles interesantes, se lee a sorbos. Su lectura provoca, para los que ya tenemos una cierta edad, un desfile de los años de nuestra vida adulta desde una perspectiva internacional. Se extiende, especialmente, en China y Rusia, los actores más desconocidos. Estados Unidos y Europa, Occidente, los trata quizás más de paso porque los conocemos y los vivimos de más cerca. No nos engañemos, pero. El libro se dirige directamente a nosotros desde el mismo título, para explicarnos las causas del creciente malestar de nuestras sociedades.
Vasos comunicantes del bienestar mundial
El reconocido economista y premio Nobel Joseph Stiglitz fue a Barcelona antes de la pandemia. Es uno de los autores que Aymerich sitúa como críticos en la forma en que se ha desarrollado la globalización, si es que podía haber otra, está claro. En un acto en el Palacio Macaya tuve la ocasión de preguntar a Stiglitz si el aumento del bienestar de amplias capas de las sociedades asiáticas a raíz del desarrollo industrial y exportador de las últimas décadas provocaba el empobrecimiento de las clases medias del mundo occidental. La respuesta fue tajante: «No, ¿por qué tendría que hacerlo?» Y aunque, en sentido estricto, no haya una relación causa-efecto entre los dos fenómenos es evidente que constituyen dos caras de la misma moneda.
La globalización y la investigación de la mayor eficiencia a los costes más bajos impulsó las empresas occidentales a deslocalitzar su producción industrial o, directamente, a subcontratarla. Los ciudadanos occidentales tuvimos una momentánea sensación de euforia que contribuyó a enmascarar la situación. Podíamos comprar todo tipo de productos a precios cada vez más bajos, fabricados en los países asiáticos. Y todavía, se añadieron determinados servicios personales, que inmigrantes extracomunitarios ofrecían también en base a salarios más bajos. Todo ello facilitó una larga oleada de bajas tasas de inflación y de salarios que, a pesar de que no mejoraban el poder adquisitivo real, parecía que, para determinadas cosas, se estiraran más que nunca.
La cara oculta de la globalización
Estos veinte o treinta años de euforia globalizadora, como recuerda Aymerich, se interrumpieron abruptamente a raíz de la crisis financiera del 2008. De repente, nos dimos cuenta que los puestos de trabajo industriales, los mejor pagados en todo el mundo occidental, se habían deshecho con las deslocalizaciones. Que habíamos basado nuestro bienestar en las supuestas ventajas de unas economías de plataforma para prestar servicios personales -comercio, ocio, restauración- que eran un nido de trabajos esclavos y mal pagados. Que los supuestos puestos de trabajo tecnológicos que tenían que compensar los de la industria tradicional perdida eran muchos menos y sometidos a una competencia internacional feroz. Que nos habíamos dejado eclipsar por el efecto monetario del ladrillo, convencidos que era un activo refugio que, no solo no perdía nunca valor, sino que siempre se podía hacer liquido fácilmente.
Pero si hace apenas un mes nos exclamábamos de los beneficios extraordinarios, caídos del cielo, que declaraba la banca europea ...
Estos días, mientras leía en el tren el libro de Aymerich, en el móvil se acumulaban las noticias de nuevas sacudidas financieras que nos pensábamos que ya habíamos pasado a mejor vida. Los bancos californianos, el Credit Suïsse, el Deustche Bank... Quién sabe si algún otro banco francés pronto... Pero si hace apenas un mes nos exclamábamos de los beneficios extraordinarios, caídos del cielo, que declaraba la banca europea y el tira y afloja porque también de forma extraordinaria contribuían al erario público! ¿Qué ha pasado, pues? ¿Nos engañaban hace un mes o nos engañan ahora?
La hegemonía del capital financiero
Uno de los fenómenos que Aymerich apunta en su libro pero que seguramente es más capital porque es más opaco y porque es anormalmente enorme es la hegemonía del mundo de las finanzas a la economía mundial. Ni 6G ni inteligencia artificial ni ninguna otra de las bagatelas tecnológicas sobre las que nos bombardean los medios continuamente. Hay quien estima que en el mundo circulan recursos financieros -banca e instituciones financieras al margen- por un valor que triplica el PIB mundial anual. Aunque las estimaciones del Banco Mundial son más moderadas, también triplicarían el volumen mundial de comercio del 2022.
Por un lado, tenemos los fondos de inversión tradicionales -básicamente de matriz estatunidense, como por ejemplo BlackRock y Vanguard Group-, además de otros vinculados a los llamados bancos de inversión, como por ejemplo los del multimillonario Warren Buffet o a algunos grandes bancos europeos. Hay que añadir el creciente protagonismo de los llamados fondos soberanos, constituidos como forma de ahorro y de inversión por parte de los principales países exportadores de petróleo y materias primas. Uno de estos, el saudí, es el que ha desencadenado la crisis del Credit Suïsse al advertir que no continuaría aportando capital. Por cierto, el fondo soberano catarí también participaba.
Y todavía los fondos de pensiones que canalizan los ahorros de los trabajadores europeos, como por ejemplo los británicos, que hace muy pocas semanas el Banco de Inglaterra tuvo que salir a rescatar a raíz de las medidas fiscales anunciadas por la primera ministra Lizz Truss. Y en fin, nuestras family office, que canalizan en negocios inmobiliarios y de todo tipo los recursos obtenidos por la burguesía barcelonesa a medida que se han ido vendiendo empresas industriales. Mientras, según dicen, se van a vivir a Abu Dhabi, en compañía de los oligarcas rusos que ahora ya no pueden estar en Marbella.
La digitalización ha hecho posible que los recursos con más vocación especulativa se muevan, literalmente, a la velocidad de la luz
Todos estos tenedores de dinero van locos para conseguir las rentabilidades más elevadas posibles con un amplio abanico de niveles de riesgo. La digitalización, eso sí, ha hecho posible que los recursos con más vocación especulativa se muevan, literalmente, a la velocidad de la luz. Los grandes capitales financieros fueron en buena parte los responsables de las elevadísimas inversiones occidentales a los países emergentes durante dos décadas. Inversiones que fueron abandonando a medida que las rentabilidades bajaban y la inestabilidad política y económica se generalizaba. Son los capitales que, en un momento de desconfianza, pueden generar un movimiento de pánico que aboque una empresa, un banco, por ejemplo, a la quiebra.
El juego del capitalismo
Quienes no van tan deprisa, como explicaba hace unos días la actriz Sharon Stone, pueden perderlo todo. Y esto que la administración estatunidense ha acordado, extraordinariamente, que cubriría los ahorros depositados en los bancos californianos. En cuanto a los accionistas, ya se sabe, «es el juego del capitalismo», en palabras de Joe Biden. Solo había que añadir aquello «de estúpido», de Bill Clinton.
Seguramente sin pretenderlo, el presidente norteamericano puso el dedo a la llaga: el juego del capitalismo ya no es invertir a cambio de unas rentabilidades moderadas pero sólidas en una empresa que fabrica y vende unos productos para satisfacer las necesidades de los clientes. El juego del capitalismo es una apuesta más o menos arriesgada por una empresa financiera que no se sabe muy bien qué hace, pero de la cual esperamos un elevado rendimiento sin tener que preocuparnos mucho.
Los movimientos compulsivos de los capitales han generado la actual desestabilización económica mundial y ni siquiera los poderosos instrumentos de los grandes bancos centrales tienen capacidad para frenarlo
Los movimientos compulsivos de todos estos capitales son los que generan la actual desestabilización económica mundial y ni siquiera los poderosos instrumentos de los grandes bancos centrales tienen a menudo capacidad para frenarlos. O cuando los utilizan, estos últimos meses con los rápidos incrementos de los tipos oficiales, generan beneficios extraordinarios en los unos -como en los bancos de la zona euro- y desencadenan quiebras de los otros. Como las famosas startups o empresas emergentes que pierden dinero a puñados durante años, pero continúan funcionando porque los inversores esperan que lleguen a ser un gran negocio -como pasó con Amazon, por ejemplo. Pero, ay, cuando tener que pedir dinero para invertir ya no sale gratis o casi nada, entonces los inversores se reprochan, las empresas emergentes entran fácilmente en crisis y los bancos que gestionaban este tipo de negocios, como los californianos, también.
Y mientras tanto, encendiendo un cirio, aunque sea virtual, para que el pánico financiero no se extienda hasta golpear la economía real, que es la de todos los demás.