• Economía
  • Platos rotos y bolsillos vacíos: el impuesto de Sociedades y una reflexión

Platos rotos y bolsillos vacíos: el impuesto de Sociedades y una reflexión

Nos resignamos a una cultura política que convierte el sistema fiscal en un instrumento cortoplacista más, y no en lo que debería ser: un acuerdo social justo, transparente y eficaz

    El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, durante una sesión plenaria en el Congreso de los Diputados | EP
    El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, durante una sesión plenaria en el Congreso de los Diputados | EP
    Quie Martín
    Economista
    17 de Abril de 2025

    Detenerse a escribir sobre un tema no es algo que me tome a la ligera. Hay demasiadas palabras circulando y, a veces, muy poco silencio para escuchar de verdad. Por eso, cuando algo insiste tanto en el pensamiento, cuando se instala con esa mezcla de inquietud y relevancia, siento que merece ser compartido. Hoy quiero hablar de uno de esos temas que, aunque revestido de tecnicismo, encierra un trasfondo mucho más profundo: la impugnación del pago fraccionado del Impuesto sobre Sociedades. Un asunto que nos debería llevar más allá de la ley y la fiscalidad. 

     

    El pasado 17 de febrero, se publicó, en el Boletín Oficial del Estado, la admisión a trámite de varias cuestiones de inconstitucionalidad planteadas por el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana. El debate gira en torno a si la disposición adicional 14ª de la Ley del Impuesto sobre Sociedades (DA 14 LIS) vulnera el principio de capacidad económica, recogido en el artículo 31.1 de nuestra Constitución. Dicho de forma sencilla: si las reglas actuales para calcular los pagos fraccionados respetan la lógica de que cada cual contribuya al sostenimiento de los gastos públicos según sus posibilidades reales, sin caer en la arbitrariedad o el afán recaudatorio. 

    Por su parte, la DA 14 LIS impone dos medidas específicas para aquellas empresas que tributan al tipo general del 25% y cuya cifra de negocios iguala o supera los diez millones de euros: (i) el aumento del tipo aplicable sobre la base imponible del pago fraccionado, elevándolo del 17% al 24%, y (ii) la fijación de un importe mínimo a ingresar, determinado mediante la aplicación de un 23% sobre el resultado contable. 

     

    Lo paradójico es que estas medidas nacieron de un Real Decreto-ley, el 2/2016, que fue declarado inconstitucional por vicios formales. Sin embargo, la Administración considera que esos defectos fueron subsanados cuando las mismas disposiciones se incorporaron, más adelante, en la Ley de Presupuestos Generales del Estado de 2018. Así, lo que fue inválido en su origen vuelvo a ponerse en pie, no por un cambio de fondo, sino por una maniobra formal. Y uno no puede evitar preguntarse si esta manera de legislar responde realmente al interés general o simplemente a la necesidad inmediata de cuadrar las cuentas públicas. 

    Este proceder, más allá del caso concreto, habla de una forma de entender la legislación tributaria como una herramienta flexible, incluso maleable, que se adapta a las urgencias de cada momento, aunque eso suponga tensar los límites del marco constitucional. Pero las consecuencias de ese modo de legislar no son abstractas: se traducen en sentencias que condenan al Estado a devolver lo que no debió cobrar, en millones de euros que desaparecen de los presupuestos, y en una creciente sensación de que las reglas del juego son inestables, volátiles, provisionales. 

    Las consecuencias económicas de otra (posible) declaración de inconstitucionalidad dependerán del alcance temporal que el propio TC establezca. En estos últimos años ha sido habitual que se limiten los efectos de las sentencias tributarias favorables a los intereses de los contribuyentes solo a aquellas situaciones que se hallen en fase litigiosa al momento de dictarse la sentencia. Esta doctrina, conocida como de efectos acotados, ha generado no poca controversia, pues si bien persigue evitar un impacto desmesurado en las arcas públicas, también pone en tela de juicio la igualdad de trato entre contribuyentes que, habiendo estado sometidos a la misma norma, reciben un trato jurídico desigual según hayan recurrido o no. Así, el alcance temporal de la eventual sentencia no es un detalle técnico menor, sino el elemento que determinará si el coste económico y político de esta situación será limitado o, por el contrario, significativo y generalizado. 

    Las consecuencias de este modus operandi no son abstractas: se traducen en sentencias que condenan al Estado a devolver lo que no debería haber cobrado, en millones de euros que desaparecen de los presupuestos

    En cualquier caso, lo que sí resulta indiscutible es que la mala práctica legislativa —ya sea mediante el uso impropio del Real Decreto-ley para introducir modificaciones fiscales, la tendencia de los gobiernos a ir más allá de los límites legales en sus decisiones, o la reiterada desatención a las advertencias de la Unión Europea sobre posibles infracciones del derecho comunitario— conlleva un coste fiscal nada desdeñable. La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), en su informe Opinión sobre riesgos fiscales, ha estimado que este tipo de actuaciones ha generado un impacto económico medio superior a los 1.000 millones de euros anuales durante la última década. 

    Además, según la información consignada en la Cuenta General del Estado, el coste derivado de las sentencias pendientes de devolución podría superar los 12.000 millones de euros. "Estas demandas representan un riesgo significativo para las finanzas públicas", advierte la AIReF. Por ello, el organismo recomienda incluir estas posibles sentencias judiciales en los presupuestos anuales, con el fin de anticiparse adecuadamente a las implicaciones fiscales que podrían acarrear. 

    El coste derivado de las sentencias pendientes de devolución podría superar los 12.000 millones de euros

    La AIReF ha hecho recomendaciones sensatas: mejorar la técnica legislativa, revisar las leyes con regularidad, respetar el derecho comunitario, y consultar con las autoridades europeas cuando las decisiones puedan entrar en conflicto con la normativa común. Pero esas recomendaciones siguen cayendo en saco roto mientras no exista un verdadero compromiso con la transparencia y el rigor jurídico. 

    Y ese compromiso, por ahora, parece más ausente que presente. Porque la cuestión de fondo es que nos hemos acostumbrado a gobernar sin previsión y a legislar sin consecuencias. Que cuando se hace mal, no pasa nada. O, mejor dicho, sí pasa: lo pagamos todos. Lo pagan las arcas públicas, lo pagan los contribuyentes, lo paga la credibilidad del sistema. 

    Nos miramos en otros espejos buscando ejemplos, pero rara vez nos detenemos a observar lo que ocurre en nuestra propia casa. Nos resignamos a una cultura política que convierte el sistema fiscal en un instrumento cortoplacista más, y no en lo que debería ser: un acuerdo social justo, transparente y eficaz. Y mientras no se asuma esa realidad, seguiremos atrapados en un ciclo de normas débiles, recursos judiciales eternos y facturas millonarias que nadie parece dispuesto a asumir. 

    Esta actitud perpetua la irresponsabilidad, con la seguridad implícita de que los "platos rotos" no serán responsabilidad directa de aquellos que los romperán, sino de las futuras generaciones

    Esto no se trata de ideologías ni de colores políticos, sino de un modelo de gobernanza que permanece inalterado, un modo de legislar y gestionar lo público que sigue sin cambios sustanciales, a pesar de los años y de las lecciones que deberían haberse aprendido. Es un sistema que se sustenta sobre una certeza peligrosa, casi fatalista: la idea de que los errores, las malas prácticas y los parches temporales que se aplican hoy serán asumidos por aquellos que lleguen mañana, por aquellos que, simplemente, sucedan a quienes hoy toman las decisiones. Esta actitud perpetúa la irresponsabilidad, con la seguridad implícita de que los "platos rotos" no serán responsabilidad directa de quienes los rompen, sino de las futuras generaciones, que deberán cargar con las consecuencias de una gestión que prioriza lo inmediato sobre lo duradero.