Cuando se vuela entre Barcelona y Túnez, uno se da cuenta de que nos separa poca distancia, mil kilómetros en línea recta. Por el contrario, nos separan muchas cosas. Cómo decía alguien que sentí un día en la radio, nos separa el cerdo. Ellos no lo comen. Pero no está prohibido. De hecho, una de las industrias que tienen es la del engorde de cerdo, cosa que me lleva a pensar que no tendría que ser uno de nuestros negocios. Nuestras economías son bastante dispares para constatar que este sector del engorde es bastante primario y contaminador. Pero bien, el caso es que hacen esto y también producen vino que, todo sea dicho, no está del todo mal.
Cuando uno llega a Túnez, la impresión es la de una ciudad colonial francesa. Grandes edificios de diseño claramente metropolitanos. La tendencia al arabismo es, pero, grande. No han tenido éxito a la hora de desprenderse de una cultura -entendiendo cultura como manera de vivir y comportarse- que los perjudica enormemente. Llegar con el taxi al zoco, el caótico mercado típico árabe, es un calvario. Se te acercan individuos ofreciéndose a hacer de guía y, misteriosamente, ya saben de qué hotel provienes y te dicen que son amigos de aquel o de aquel otro. El ambiente, hasta que no puedes deshacerte de aquel enjambre de gente, es un poco cargando.
Cuando se llega a Túnez, la impresión es la de una ciudad colonial francesa. Grandes edificios de diseño claramente metropolitanos
Antes decía que soportan una tradición árabe que les perjudica. La separación entre el progresismo -generalmente gente joven o profesionales universitarios- y el conservadurismo se mantiene, y es enorme. La primera noticia se tiene viendo la cabeza de las mujeres: tapada o destapada. Mis interlocutores diarios eran gente del mundo de la educación. Ya grandes vivieron la descolonización. Montaron el sistema educativo del país únicamente en un verano, una vez Bourguiba aconteció presidente. Ellos le habían sido fieles aunque, cada vez que yo hablaba con ellos, siempre demostraban una añoranza con la antigua influencia francesa y se quejaban de que la juventud no aprendiera el francés con suficiente estímulo. Maldecían el adelanto del conservadurismo árabe, del islamismo. Me decían que el islamismo moderado no existe, cómo no existe el fascismo moderado. Los objetivos de la revolución en la que habían participado quedaban ya muy atrás.
Ahora es un pequeño país de 11 millones de habitantes y que crece un modesto 3% de media, lo que dice muy poco por un país que tendría que estar en desarrollo. Situado entre Algeria y Libia, tiene unos 3.800 dólares de PIB per cápita. Un paro del 17% y del 40 % entre los jóvenes. Todo dominado por las trabas públicas que controlan las élites, que cambian con los regímenes, pero que siempre están. El estándar de vida es equivalente al de Marruecos o Algeria. Si me lo hacen resumir, diré que no levantan la cabeza. De lo contrario, no habría tunecinos entre las pateras que llegan a las costas europeas meridionales. Podrían hacer un turismo que compitiera con el nuestro y, así, nos rogara el exceso de visitantes que sufrimos. Tienen unas playas magníficas. Pero, a pesar de todo, no tienen suficiente capacidad de atracción. Y algunos atentados han creado una imagen de inseguridad evidente.
El estándar de vida es equivalente al de Marruecos o Algeria
Cerca de la capital se encuentra el enclave de la antigua Cartago. Poco queda. Se dio cumplimiento a la famosa frase con la cual siempre cerraba sus discursos el senador Catón el Viejo: Delenda est Carthago (Cartago tiene que ser destruida). Y neutralizada. Parece que Julio César hizo cubrir de sal las tierras de cultivo para dejarlas baldías durante siglos. El caso es que la visita nos recuerda que lo que ahora es Túnez no siempre fue árabe.
Uno de los anfitriones, cómo digo, había sido la mano derecha de Bourguiba en temas de educación en los años cincuenta y sesenta. Conocía a todos los ministros y los trataba cómo lo que habían sido: antiguos alumnos a los cuales había conocido cuando iban en calza corta. Es así que establecí contacto con una pila de ministros y gente importante del régimen de Ben Ali. Entre ellos el general Habib Ammar, uno de los artífices del golpe de estado del presidente Ben Ali. De hecho, a raíz del golpe, aconteció ministro del interior. Antes había controlado la policía, pero. Un represor profesional. Cuando yo lo conocí ya no comandaba la seguridad del estado, pero lo controlaba todo. Túnez era su territorio, su finca. Nada se meneaba sin su supervisión.
El caso es que, pasado un tiempo, topé con él en Sydney. Allí, se me enganchó, y no me lo podía sacar de encima ni a golpe de zapatilla. "¡Xavier, vamos aquí!", "¡Xavier, vamos allá!". Con su francés magrebí, que no olvida arrastrar todas las erres. En Australia, lejos de su territorio -no lo conocía nadie-, se encontraba desorientado: no hablaba el idioma y las costumbres eran muy diferentes. Estaba fuera de contexto. El espectáculo me sorprendió. Aquel hombre, tan poderoso en su país, en Australia era uno más. Vi representada en él la imagen del cacique del pueblo que, una vez ha cruzado el río, ya no pinta nada. Aquella imagen no la he podido olvidar. Y me he dado cuenta de que, en Catalunya, y en el terreno económico, el hecho constituye una constante. No sé qué se habrá hecho de aquel hombre. Ben Alí tuvo que huir del país el 2011 y murió en Yeda, Arabia Saudí.
En esta cultura árabe, que personalmente considero una rémora, está mal visto discrepar en público
Y es que el 2010 empezó la moda de lo que se ha denominado "Primavera Árabe" y que el progresismo, siempre tan naif de nuestra casa, bendijo y que ha acabado como el rosario de la aurora. A aquellos catalanes a quienes les hacía tanta gracia podrían ir ahora a Siria a celebrarlo. Porque pensar que aquello acabaría bien demostraba no conocer el mundo árabe. Aquel pequeño milagro solo se ha mantenido en Túnez, y se va marchitando, despacio. Hasta que volverá el autoritarismo descarado que, por ahora, solo ha enseñado las orejas.
En una de las visitas a Túnez conocí el agregado comercial de la embajada española. Me hizo un buen resumen de por qué la democracia es tan difícil de instalar en el mundo árabe. Un motivo es la influencia religiosa sobre las leyes -una fascinación popular por el feudalismo-. Pero hay una razón de peso. En esta cultura árabe, que personalmente considero una rémora, está mal visto discrepar en público. Es un tema de buena educación social. Se trata de sonreír siempre y hacer buena cara, sin nunca generar mal rollo. Una oposición política cuesta mucho de articular, de institucionalizar. Y la pobreza lo acaba de aliñar. Es una lástima porque, al final, como todo por todas partes, Túnez está lleno de buena gente.