Nuestra sociedad del conocimiento, orientada a la innovación y al progreso, tiene pocos espacios para pensar pausadamente sobre los conceptos en los cuales basamos todo nuestro imaginario colectivo. Esta sección La VIA filosófica pretende abrir debate a partir de la reflexión sobre algunos de los valores y conceptos más fundamentales de la economía desde una perspectiva filosófica, recuperando los autores y autoras y las tesis del pensamiento que nos pueden acompañar para repensar aquello que acostumbramos a dar por sentado.
Nueva York, la gran ciudad, encarna todos los valores que la convierten en la capital de Occidente. Sin embargo, las luces de Times Square ya no brillan de la misma forma que lo hacían hace un tiempo. Ya no muestran la proyección del país más brillante del mundo, sino el de una sociedad que lucha por seguir siendo reconocida como tal. Como un imperio que se ve en el precipicio hacia una decadencia inevitable, pero que aguanta el tipo para mantener el esplendor que siempre le ha caracterizado. Una ciudad envejecida que hace un tiempo fue una gran promesa y ahora se está llevando el viento.
Nueva York es, sin lugar a dudas, una ciudad de contrastes. Tan pronto encuentras un robot dependiente en una tienda como una señora te abre la puerta del metro con una llave maestra. Tan pronto ves ratas del tamaño de un conejo como las joyas más relucientes en el escaparate de la quinta avenida. Tan pronto ves a una persona glamurosa y sofisticada saliendo de un rascacielos como alguien que apenas sobrevive el día. Las diferencias de la ciudad son tan abismales como su arquitectura.
Durante mi reciente viaje a la ciudad he reflexionado mucho sobre la idea de progreso. Desde la revolución científica, materializada años después en la revolución industrial, hemos tendido a una idea concreta de lo que es, para nosotros, el desarrollo y la mejora humana. La economía ha crecido sin freno por encima de todo aquello que antes habíamos podido considerar valioso, y se ha escurrido a todos los niveles de la vida para conseguir una sociedad donde, con dinero, puedes llegar a todas partes.
Una sociedad donde el objetivo final ha sido la máxima acumulación por la mínima pérdida, donde conceptos como el riesgo, la innovación y el bienestar han pasado a comprenderse, mayoritariamente, bajo el paraguas de la economía. Una sociedad lineal donde hemos comprendido un progreso como la única e inevitable vía para lograr, en un último estadio, la felicidad. Y donde todo aquello que no tenía que ver con lo que es profesional o económico ha quedado relegado a un segundo plano.
Progresar, aun así, tiene otras muchas connotaciones. Y el progreso que hemos construido, también. Andando por Nueva York se pueden ver infraestructuras mastodónticas de edificios gigantescos y puentes que tocan el cielo, pero también una gran desigualdad en los habitantes de la ciudad, algunos en el esplendor y otros en situaciones de extrema pobreza. La capital del capitalismo, valga la redundancia, acaba siendo una imagen de cómo nuestra idea del final del progreso no es siempre idílica, y puede tener consecuencias negativas que no habíamos contemplado en su planteamiento.
Son muchos los autores que, desde una lectura crítica de la realidad, han teorizado sistemas de progreso alternativos al crecimiento económico. Por ejemplo, Giorgio Kallis es una de las grandes voces del decrecimiento, y defiende en libros como Límites la necesidad de buscar formas alternativas de orientar el progreso que rehúyen de esta imperante necesidad de crecer. Así mismo, Alicia Valero, referente del estudio del consumo de recursos, expresa en sus tesis cómo tenemos que reorientar nuestras dinámicas de producción y consumo para lograr un sistema más sostenible y armónico con las limitaciones de la naturaleza. Por otro lado, Jason Hinkel nos brinda en su best seller Less is More una fórmula para cambiar el paradigma consumista con nuevos hábitos más saludables para nosotros y para el planeta.
Hay que repensar la idea del progreso: qué es, hacia dónde va y qué rol queremos que tome en nuestras vidas
Otros autores han defendido la necesidad de ser críticos con un sistema que muestra claras carencias, y han hecho propuestas alternativas para temas como la globalización o desigualdad. Jeremy Rifkin, autor del best seller The New Green Deal: por qué la civilización de los combustibles fósiles colapsará en 2028 y el plan económico atrevido para salvar la vida en la Tierra, expone cómo el propio sistema capitalista puede reorientar algunas de sus premisas y valores principales para abrazar la sostenibilidad. Dani Rodrik, economista turco-estadounidense conocido por sus tesis críticas con la globalización, o Vaclav Smil, una de las mentes más brillantes en aspectos económicos y energéticos (profundamente admirado por Bill Gates), también proponen en sus textos mejoras para que el capitalismo pueda dejar atrás las desigualdades y su dependencia enfermiza de los recursos limitados del planeta. Sea cual sea el enfoque o la voluntad con la cual los autores mencionados (y otros muchos) hacen estas propuestas, es evidente que hay que repensar la idea del progreso: qué es, hacia dónde va y qué rol queremos que tome en nuestras vidas.
La Nueva York de estos días se ha asemejado, en algunas ocasiones, más al Gotham de Batman que a la imagen luminosa y despampanante que solemos tener de la Gran Manzana. Si bien Nueva York encarna la crisis de modelo que ya hace años que sufre Occidente, todavía hay lugar para la esperanza. Desde hace unos años, la ciudad está haciendo una apuesta importante por la sostenibilidad y el urbanismo participativo, donde destaca una vía de carril bici que atraviesa todo su territorio y la creación de nuevos parques, jardines y espacios de ocio para todas las edades. Desconozco si es por efectos de la pandemia o si es una agenda política nueva (o quizás ambas cosas), pero el hecho es que, si esta es la nueva línea que tomará el desarrollo de la ciudad, no tenemos razones para afirmar, todavía, que esté todo perdido.