Sabíamos antes de la pandemia de la Covid-19 que las relaciones laborales en España necesitaban un nuevo marco legal para afrontar con eficacia y sentido de la justicia los viejos y los nuevos problemas del mercado de trabajo. Los viejos problemas tenían que ver, sobre todo, con una temporalidad excesiva, que a menudo acontecía sinónimo de precariedad, una escasa inversión en la formación de los trabajadores, una regulación laboral genes adaptada a la realidad de las microempresas y una dinámica cíclica que se caracterizaba por el hecho de que cuando la economía crecía la creación de ocupación era muy intensa, pero cuando se entraba en crisis, la destrucción de puestos de trabajo era brutal. Y las nuevas cuestiones que surgían tenían que ver, entre otros, con la digitalización de la economía,el cambio climático y el aumento de la esperanza de vida de las personas y su impacto en el mercado de trabajo.
Se sabía que algunos de los aspectos fundamentales de las reformas introducidas entre los años 2010 y 2015, especialmente en todo aquello relacionado con la denominada "flexibilidad interna", es decir las alternativas que tenían las empresas para ajustar las condiciones de trabajo, salarios y jornadas de los trabajadores para evitar despidos y garantizar su competitividad ante los cambios económicos, productivos y organizativos, habían llegado para quedarse. Ciertamente aquel conjunto de reformas, promovidas tanto por el gobierno socialista como por el gobierno popular, habían formado parte del paquete de medidas extraordinarias que durante aquellos años se adoptaron, tanto para evitar el riesgo de intervención del Estado español, en un momento en el que los acreedores exigían un programa de reformas económicas creíbles, como también para afrontar una recuperación de la competitividad de la economía por la vía del salarios cuando no existía margen para la devaluación monetaria.
Pero también se cierto que estas reformas respondían a la necesidad de modernizar un sistema de relaciones laborales antiguo y que se había mostrado ineficaz a la vez de proteger los trabajadores durante los primeros años de la crisis y evitar la temporalidad abusiva durante los años del boom económico de la primera década de los 2000. También sabíamos que algunos aspectos no menores de aquellas reformas tendrían que modificarse si se quería que el crecimiento económico no se bases principalmente en un modelo productivo de bajos salarios y el mercado de trabajo fuera más justo y promoviera efectivamente la igualdad de oportunidades. Se habían producido abusos que no eran aceptables en términos de justicia y que tampoco favorecían un crecimiento sano y competitivo de nuestra economía.
Sabíamos también que mayor estabilidad en las relaciones laborales pedía introducir en la legislación español un modelo inspirado en la denominada "mochila austríaca", en la medida que permitir anticipar y capitalizar una parte de los costes del despido daría más seguridad a la empresa y permitiría, si fuera el caso, complementar las pensiones públicas. Sabíamos también que las más exitoses reformas laborales son aquellas que responden a los acuerdos de empresarios y trabajadores; acostumbran a ser en estos casos, reformas equilibradas, que duran en el tiempo y en las que el consenso favorece su implementación. Cuando las reformas son impuestas tienden a romper los equilibrios entre intereses de los empresarios y los trabajadores son modificadas cuando las mayorías parlamentarias cambian y su implementación es conflictiva. Y finalmente, sabíamos que una economía orientada a la plena ocupación, con trabajos justamente pagados y de calidad no dependería en exclusiva de la regulación laboral. Los aspectos vinculados a las características del tejido productivo eran y son fundamentales como también eran determinantes los niveles de formación y de calificación de empresarios y trabajadores. No todo depende de la reforma laboral.
Todo ello, en definitiva, tiene muy poco que ver con la necesidad de una derogación inmediata e integra de la reforma laboral, como parece que algunos han planteado estos últimos días de manera frívola y simplista.
Afrontamos un panorama laboral devastador. Y a corto plazo nada será fácil. A pesar del enorme esfuerzo que suponen para las arcas públicas los más 30.000 millones de euros de la financiación de las prestaciones de los Expedientes de Regulación Temporal de Ocupación ( ERTO), que ha sido lo principal programa de protección de la ocupación que el Gobierno ha puesto en marcha para evitar la destrucción de empresas y puestos de trabajo, y que, por cierto, en su suya actual regulación tienen mucho que ver con la denostada reforma laboral, lo que es cierto es que el paro se ha disparado a tasas enormes y que afrontaremos un periodo más o menos largo en el que la recuperación de la ocupación perdida tendrá que ser la primera prioridad del país.
Ante una coyuntura tan difícil en términos sociales, lo que nos conviene es menos frivolidad y simplismos ideológicos y ponerse a trabajar seriamente para construir entre todos unas relaciones laborales eficaces y justas para trabajadores y empresarios, que garanticen la flexibilidad que los empresarios necesitan y la seguridad que demandan los trabajadores; se trata de afrontar el drama del paro de ahora pero pensando en las nuevas claves de economía abierta , digital, verde y competitiva que necesitamos. Desde este punto de vista los interlocutores sociales están llamados a tener un protagonismo de primer orden y los liderazgos políticos tienen obligación de acompañarlos y estimularlos en esta necesidad de renovar el contrato social entre capital y trabajo en las claves del siglo XXI.
No será en la nostalgia del pasado donde encontraremos las respuestas sino en la audacia de pensar el nuevo mundo que ya hemos empezado a vivir.