Llegar a Medina causa una sensación extraña. Sobre todo cuando entras sin saber -¡Despreocupado que es uno!- que el acceso en la ciudad está prohibido a todo aquel que no es musulmán. Y cuando te expulsan, la sensación todavía es más extraña. De manera educada, afortunadamente por el hecho que el hecho puede comportar el encarcelamiento y la incertidumbre es elevada. Hace unos años la pena era dura. Y es que Medina es una de las tres ciudades sagradas del Islam -la Meca y Jerusalén son las otras dos. Se encuentra la tumba de Mahoma, que pronto es dicho. Es también la capital de la región, la norteña-este de la península de Arabia, que sufrió grandes convulsiones cuando el imperio otomano colapsó a raíz de la Primera Guerra Mundial. Cuando se produjo la organización de las tribus rebeldes que dieron lugar al país y de la cual fue responsable, principalmente, el oficial británico Thomas Edward Lawrence (1888-1935).
Una vez cometido el error -entrar en Medina sin ser musulmán- hay que aprovechar la ocasión para sacar algo positivo. Las miradas sorprendidas al ver dos foráneos vestidos al estilo occidental -el hombre sin chilaba y la mujer sin taparse la cabeza- no tienen que ser obstáculo para observar temas remarcables cómo la mezquita de la cual salen y entran miles de fieles provocando unos aludes que causan una fuerte impresión. El edificio tiene capacidad para un millón de creyentes en el interior del cual -donde no pude acceder, lógicamente- los feligreses no paran de dar vueltas alrededor del eje central. Este espectáculo es retransmitido en directo las veinticuatro horas por la televisión local. Las cosas son cómo son y pretender encontrar explicaciones a determinados fenómenos a menudo es frustrante.
Los otomanos podían tener muchos defectos, pero fueron gente avispada. Aunque musulmanes, conviene no confundir los otomanos con los árabes. Con esto quiero decir que eran gente de progreso. Creyeron en la tecnología y los adelantos humanos y nunca estuvieron tocados por este fatalismo feudal que caracteriza la cultura árabe y que ha contaminado muchos países, desde Teherán a Marrakeich. Es por eso que los otomanos construyeron una línea de tren (el ferrocarril del Hiyaz) que ligaba Damasco con Medina. Aquel viaje, que podía durar un mes y medio a caballo o a camello, lo redujeron a cinco días. Pueden imaginar que el tren circulaba por lugares delirantes. La línea ha sido mantenida y modernizada hasta Jordania. La parte de Arabia fue destruida por la guerra y por el poder implantado posteriormente, que se dedicó a derrocar todo aquello que existía antes de la creación del país. El odio al progreso, en nombre de la religión, ha sido la tónica.
Los otomanos podían tener muchos defectos, pero fueran gente avispada
Siguiendo los vestigios de esta línea destruida, es decir hacia el norte, se llega a A-Ula. El lugar fue la capital de los dedanitas y de los lihyanitas. Culturas muy anteriores a la edad cristiana y a la posterior dominación árabe -aquella gente habían ocupado el territorio desde el siglo VII aC. Después la ciudad aconteció lugar de paso de caravanas, un cruce en los dos sentidos: del norte al sur y del este al oeste. El lugar ha cogido un cierto vuelo porque cerca se encuentra Mada'in Saleh -también llamada Hegra, en su forma griega antigua- y que data de la época de los nabateos. Hay unas tumbas impresionantes excavadas en la roca, en pleno desierto. Cómo la de Petra en Jordania pero a escala industrial, puesto que de tumbas hay un número inusitado que supera el centenar. El lugar -despoblado, puesto que la vida es insoportable- ha sido últimamente rodeado y forma parte de la herencia cultural del país. Es de suponer que todo quedará aniquilado por el turismo que empieza, tímidamente, a sacar la cabeza. De hecho, el turismo no ha sido autorizado en el país hasta hace dos años y la gente se comporta de manera natural y honesta. Los hábitos no han sido todavía pervertidos por la avidez que los visitantes generan en un entorno no prostituido.
El viaje por aquella zona nos descubre el desierto árabe que todavía guarda ciertos vestigios como por ejemplo los pastores de camellos y de cabras. Encontrar camellos, en tertulia, en medio de la carretera constituye un hecho normal, cómo también topar con tormentas de arena y pequeños tornados de los cuales se pueden observar varios de forma simultánea.
A pesar de ser un país que vive del petróleo, el número de estaciones de servicio a lo largo de la carretera es bajo y hay que estar atento a mantener el depósito lo más lleno posible. Los coches de la policía se mantienen alerta y, a la que te paras, aparecen misteriosamente de la nada. Siempre amables -supongo que mientras no hagas ninguna inconveniencia- te piden si necesitas algo. Y es que el desierto es duro. El país es pobre. Aunque con una renta de 23.000 dólares (la española es de 30.000 dólares) el dinero se encuentran en manos de muy pocos (el índice Gini es de 45,6, solo una décima por encima de Zimbabue). Tiene una población próxima a los ochenta millones de personas, concentradas en las ciudades, está claro. ¿Sitios para comer en el camino? Casi nulos. Las poblaciones que aparecen, de vez en cuando, por el desierto no son nada más que un conjunto escaso de casas-barracas. A veces oasis. Supongo que son la evolución histórica de los campamentos. Junto a las escasas gasolineras quizás hay alguna sala de comer. Habitualmente con una sola tabla, pequeña, puesto que la mayoría de los clientes comen en tierra donde hay alfombras. El uso de la mano para comer es habitual y cuando te dan de cubiertos acostumbran a ser de plástico.
El turismo no ha sido autorizado en el país hasta hace dos años y la gente se comporta de manera natural y honesta
Al llegar a la costa se detecta un hecho universal: en los países pobres la costa es progreso y los pueblos y las ciudades tienen un aspecto más cuidadoso e internacional. Los restaurantes siguen la tónica: escasas mesas y alfombras abundantes sobre las cuales los clientes suelen comer. El pez es fresco aunque poco sabroso debido a la calentura del agua del mar Rojo. Preparado a la brasa no se puede decir que está mal. El consumo de alcohol es imposible e inexistente en ningún lugar. Está prohibido en todo el territorio. Las mujeres en el restaurante son raras y van por la calle con la cara tapada, generalmente. En Arabia Saudí sufrí un hecho curioso: es el único lugar del mundo que conozco dónde he desayunado, comido y cenado mal todo en el mismo día. A menudo, una comida desgraciada se ve compensada por otra afortunada. No fue el caso de allí. Supongo que por falta de infraestructuras y a consecuencia de la cultura árabe y la religión musulmana llevadas al extremo. El hedonismo es considerado una blasfemia y está mal visto. Disfrutar de los placeres terrenales y hacer ostentación no es bienvenido.
Si bien el interior de la península nos recuerda débilmente el periodo de formación del país, es en la costa que viaja hacia Áqaba, al ver las pocas casas no derruidas, cuando uno se puede hacer una idea de donde salió la fuerza que Thomas Lawrence consiguió aglutinar. Aquel militar británico se hizo amigo de Fáysal de Iral, el líder de la rebelión árabe frente a los otomanos. Juntos atacaron Áqaba, batalla determinante para la independencia del mundo árabe. En Yanbu todavía se puede visitar la casa donde Lawrence tuvo su base durante mucho tiempo. El Tratado de Versalles (1919), pero, consolidó el poder de los Saud, la familia que consideraba, y considera, Arabia como un territorio de su propiedad. El reconocimiento de los Saud por Occidente llevó a crear Arabia Saudí en 1927, cuando el Reino Unido la reconoció como entidad independiente. Dada la condición de británico de Lawrence, muchas tribus árabes que lo habían admirado pasaron a tildarlo de traidor. A partir de los años 30, la explotación del petróleo cambió las costumbres del país para siempre.
La primera vez que visité el país me invitaron a asistir a las ejecuciones que tenían lugar en la plaza de la mezquita
La prohibición de entrar en Medina no nos desalentó y la última noche de estancia en el país nos volvimos a colar. Esta vez, para rendir homenaje a la tenacidad otomana y visitar, desde fuera, está claro, la estación de tren-terminal del ferrocarril del Hiyaz -aquella línea férrea, aquel tipo de sueño otomano, destruido. Un monumento que nos recuerda que este aislado territorio estuvo un día conectado con el resto de pueblos norteños. Una conexión por la cual también luchó Lawrence, pero que los gobernantes han destrozado a lo largo del último siglo. Parece que las cosas están cambiando y el país se abre a los extranjeros. La primera vez que visité el país -solo Riad- me invitaron a asistir a las ejecuciones que tenían lugar en la plaza de la mezquita. En este aspecto las cosas no han mejorado y las ejecuciones han aumentado últimamente. Todas estas contradicciones conviene irlas observando con atención. Con la reducción mundial de demanda de petróleo, aquel rincón de mundo puede volver a acontecer convulso, a pesar de que el espíritu tribal haya sido esterilizado.