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Desde Sydney: un callejón sin salida

Australia es una mezcla terriblemente atractiva: gente trabajadora, un buen clima, una buena cocina y una buena gobernanza

Imagen del puerto de Sídney | iStock
Imagen del puerto de Sídney | iStock
Xavier Roig VIA Empresa
Ingeniero y escritor
19 de Enero de 2025

Cuando yo era un adolescente soñaba con viajar algún día a Sídney, a Australia en general. Pero especialmente a Sídney. Contemplaba el edificio de la ópera y me imaginaba la ciudad en un lugar remoto donde la gente vivía desconectada del resto del mundo. Ese aislamiento la hacía a mis ojos –de hecho, todavía lo hace– un lugar deseable. En aquella época habría dicho que estaba loco quien pronosticara que, de adulto, y durante tres años, tendría que ir allí cada dos meses. Y así fue. Y lejos de cansarme, siempre emprendía el viaje con ese nerviosismo de quien va al lugar más lejano, la misma excitación que el primer día. Y es que Sídney –toda Australia– es, para mí, un lugar insuperable. Donde rara vez algo te empalaga. Es allí donde habría ido si hubiera tenido que marcharme de Europa.

 

Si alguien me pide definir el sureste de Australia –el conjunto formado por los estados de Nueva Gales del Sur y Victoria– diría que es un territorio organizado por los británicos desde hace más de doscientos años y que, debido a su clima mediterráneo y a cierta inmigración, la cocina es muy buena. Un hecho, este último, que no deja de resultar sorprendente. Recuerden que estamos hablando de los anglosajones: una civilización admirable en muchos sentidos, pero con un paladar devastado. El caso es que Australia es una mezcla terriblemente atractiva: gente trabajadora, un buen clima, una buena cocina y un buen gobierno. ¿Qué más se puede pedir?

La historia de Australia es la del Imperio Británico del Pacífico. La alianza entre lo privado y lo público de la que tanto alardeamos –ese famoso partenariado que solo existe en la retórica de nuestros políticos– tuvo lugar cuando Gran Bretaña necesitó expandirse: la Compañía Británica de las Indias Orientales. Se fundó a principios del siglo XVII y se disolvió a finales del siglo XIX. Misión cumplida. Sin embargo, ya desde el principio, Australia quedó algo al margen de todo el Imperio de la India (el famoso Raj). Aunque había llegado gente antes, el asunto no cobró importancia ni formalidad hasta la llegada del capitán Cook a finales del siglo XVIII, allí donde ahora se encuentra el barrio de The Rocks, en Sídney. Como el territorio estaba prácticamente deshabitado, se decidió colonizarlo. Por lo tanto, no hablamos de la administración británica de un territorio secularmente civilizado y culturizado, como podría ser la India o todo el Extremo Oriente, sino de la incorporación de un territorio británico al país. Un territorio al que, inicialmente, fueron enviados presos a cumplir condena.

 

Australia es una mezcla terriblemente atractiva: gente trabajadora, un buen clima, una buena cocina y una buena gobernanza

No fue hasta más tarde que los colonizadores se dieron cuenta de que el territorio estaba prácticamente desierto y solo habitado por unos pocos indígenas que, curiosamente, tenían la costumbre de practicar el canibalismo –de hecho, lo practicaron hasta no hace mucho tiempo. Parece ser que el capitán Cook fue devorado por unas tribus de unas islas del Pacífico. Con esto quiero decir que todo aquello era muy agreste, y tratar de proyectar los hábitos y costumbres de todos (colonizados y colonizadores) a la realidad de hoy en día resulta una barbaridad. En fin, las cosas fueron como fueron, y la Commonwealth de Australia pasó a formar parte del Reino Unido.

El país era rico en minería, y lo sigue siendo. Y enseguida se vio que era bueno para el pastoreo, tanto de bovinos como de ovinos. Por eso, en estas dos áreas –minería y ganadería– el país destacó rápidamente. Su lana y sus carnes llegan a los rincones más inesperados del planeta. Todos, productos excelentes. Los recursos naturales mineros son inmensos –el país tiene una superficie similar a la de Estados Unidos– y exportan a todo el mundo. Apenas son 27 millones de habitantes. El índice de riqueza per cápita es altísimo (69.500 dólares per cápita). Además, no sufren ninguna recesión económica desde 1990, que se dice pronto. En resumen, yo diría que, si existe alguna especie de paraíso terrenal, ese podría ser Australia. ¿Quizás es la concatenación de cosas bien hechas? Puede ser.

El privilegio británico de la democracia está en aquello que no figura escrito

De entrada, Australia es una monarquía en la que el jefe de Estado es el monarca británico. Yo viví de cerca el período en el que se realizó un referéndum para abolir la monarquía (en 1999). El resultado fue negativo. Y es que el privilegio británico de la democracia está en aquello que no está escrito. Por ejemplo, el monarca británico es el jefe de Estado y está representado en Australia por el gobernador general –bueno, ahora es una gobernadora, la señora Sam Mostyn–. Esta figura es nombrada por Londres. El sistema político australiano es bicameral clásico –elegido por sufragio universal directo de la población– que inviste a un primer ministro –actualmente el señor Anthony Albanese, por el apellido ya se pueden imaginar el origen–. Atención, sin embargo, porque el gobernador general, que no ha sido elegido, puede formalmente disolver el parlamento. Un anacronismo histórico. ¿Alguien cree que este hecho se aplicará alguna vez? Eso es la gracia de la democracia profunda: los hábitos que no están escritos.

Porque Australia es un país independiente. Ahora bien, ¿cómo lo consiguió? Si intentamos hacer un símil cercano a nosotros, podríamos decir que se hizo independiente a base de transferencias de competencias. Así es. No existe un día de la independencia en Australia. Nunca ha habido un momento temporal en el que se dijera “ayer éramos británicos y hoy somos independientes”. No, señor. Australia ha ido alejándose de la antigua metrópoli de manera suave y educada. Siempre considerando a los británicos como amigos. Colaborando en todas las aventuras bélicas (Primera y Segunda Guerra Mundial, guerras del Oriente Medio, del Pacífico, etc.). A principios del siglo XX podríamos decir que Australia era un territorio de Gran Bretaña. A finales del siglo, era un país independiente. ¡Y sin escándalos!

Siempre he pensado que los mejores lugares para vivir son aquellos sitios localizados en un callejón sin salida. Australia no está en el camino de nada. Nadie para allí por coincidencia. Y he aquí el interés. Y la ventaja de los callejones sin salida. Tienes que ir allí. Conocer el país es una aventura fascinante, sobre todo si has de mezclarlo con negocios, trabajo y un poco de curiosidad, que es como se toma el pulso a la realidad. Así es como uno se puede encontrar, en la cima en Cooktown -una pequeña población de intrépidos donde hasta hace pocos años no había carretera y se debía llegar en barco- con una señora que cuida el jardín perfectamente vestida con una pamela en la cabeza. Enfadada porque los canguros le destrozan el trabajo; “estoy deseando que llegue el verano. He quedado con una amiga para ir a Gales (Reino Unido) a presentar nuestras plantas a un concurso que hacen allí!”. También puedes atravesar el país por la mitad, siempre que, en determinados casos, debas avisar a la policía cuando sales y cuando llegas, porque los accidentes y las pérdidas son habituales. O hacer caso a animalitos peligrosos, como te avisa un granjero al cual una serpiente mató a su esposa. O cruzar una finca de las dimensiones de Catalunya (un cuadrado de 200 km de lado) donde guían los rebaños con helicóptero.

Bien, todo esto es real. Existe sin hacer ruido. Porque tiene lugar en un callejón sin salida donde todo el mundo camina cuesta abajo.