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Superconflicto: la guerra del fútbol

La rentabilidad financiera de la Superliga estará siempre por encima de cualquier otra consideración, incluidas las de carácter empocional o de tradición

Florentino Pérez, el principal impulsor de la Superlliga europea de fútbol | Europa Press
Florentino Pérez, el principal impulsor de la Superlliga europea de fútbol | Europa Press
Barcelona
21 de Abril de 2021

La poca memoria que caracteriza esta sociedad trepidante hace que la noticia bomba de la semana -la creación de una nueva liga europea de fútbol- haya sido recibida como una gran novedad cuando, en realidad, proviene de un conflicto con raíces muy profundas. Hace más de 30 años, los grandes clubes europeos ya amenazaban con montárselo por su cuenta si el gestor del sistema -la UEFA- no repartía más dinero por las competiciones que los propios clubes protagonizaban. Sin ir más lejos, el formato actual de la Copa de Europa -denominada comercialmente Champions League- creado en 1992 y evolucionado progresivamente, responde a estas presiones de los clubes, que querían más partidos y más ingresos.

En el fondo del conflicto está el extraño papel de la UEFA, una entidad establecida como organizadora del fútbol europeo desde mediados de los años 50 gracias al impulso de varias federaciones nacionales, que estaban convencidas de que había que poner orden al fútbol continental. Hasta aquel momento, las competiciones se organizaban localmente bajo el paraguas de la FIFA, el organismo supremo del fútbol a nivel mundial. Pero lo que hace 70 años parecía una buena idea, a ojos de los grandes clubes europeos se ha convertido ahora en un obstáculo para que estos puedan sacar el máximo rendimiento de sus marcas, hoy en día globales y de una gran potencia comercial. Para poner un ejemplo, según la propia UEFA, la temporada 2019/2020 las tres grandes competiciones europeas (Champions League, Europa League y Supercopa) generaron unos ingresos de 3.250 millones de euros, de los que la propia UEFA se quedó 295 millones en concepto de gastos de organización, mientras que el club que más dinero ingresaba podía aspirar de forma realista a pasar una factura de unos 100 millones de euros. En consecuencia, sin UEFA, con unos fondos de solidaridad menor (el dinero destinado a clubes que no forman parte de la élite) y con una eliminación de los "coeficientes de rozamiento" que acostumbran a rodear las entidades opacas, la parte que se llevarían los grandes clubes podría llegar a ser sustancialmente superior. En este sentido, la nueva Superliga ofrece un pago de entrada a los fundadores -podríamos denominarlo engagement bonus- de unos 300 millones de euros por cabeza, que es adicional al pago que recibirían cada temporada (a pesar de que algunas fuentes aumentan esta cifra hasta los 600 millones en el caso del Barça). La diferencia, se mire como se mire, resulta abismal. Los fundadores ya son suficientemente conocidos: seis clubes ingleses (Arsenal FC, Chelsea FC, Liverpool FC, Manchester City, Manchester United y Tottenham Hotspur), tres españoles (Barça, Real Madrid y Atlético de Madrid) y tres italianos (Internazionale, FC Juventus y AC Milan).

Desgraciadamente, demasiado a menudo las cosas no son tan sencillas como rellenar una hoja de Excel con las cifras deseadas. Pensar que existe una escalabilidad infinita en el negocio del fútbol puede resultar demasiado osado si tenemos en cuenta el factor emocional que todavía envuelve este deporte. Para un club, tener dos o tres grandes partidos a lo largo de una temporada implica que, por necesidad, estos dos o tres duelos resulten un producto de lujo que todo el mundo quiere consumir. Si la excepcionalidad se transforma en rutina, hay muchas dudas de que el hambre de partidos estelares se mantenga intacta. Además, la propia naturaleza de la competición acabará, seguramente, para crear nuevas clases dentro de esta misma superclase de clubes elegidos.

Los seguidores que aman el fútbol y siguen con pasión su equipo podrían estar medianamente tranquilos si quien diseñara y apoyara a esta nueva competición fuera alguien interesado en mantener vivas las esencias del fútbol, aquel espíritu que tanto nos gusta de este juego y que lo ha hecho el más popular del planeta. Pero todo parece indicar que no será así, porque si hacemos un repaso a los hombres clave del proyecto veremos que hay más financieros que expertos en fútbol. Desear maximizar tu ROE a corto plazo no tiene por qué tener unas consecuencias positivas a largo plazo para el global de la industria sobre la que operas. Junto a la mesa donde se sientan los compradores del producto está JPMorgan, una entidad de banca de inversión de Estados Unidos; pero es que al lado de los vendedores encontramos perfiles similares, porque buena parte de los propietarios de los clubes implicados son grupos financieros de escasa tradición en el mundo del fútbol. El Manchester United pertenece a los Glazer, una familia americana, sus vecinos del City son propiedad del jeque de Abu Dhabi, el Liverpool también tiene capital de Estados Unidos a través de la firma Fernway Sports Group, el Tottenham es del grupo ENIC, el máximo accionista del cual es un conocido especulador financiero, el Chelsea pertenece al oligarca ruso establecido en Israel Roman Abramóvich, el Arsenal está en manos del grupo norteamericano KSE, el Inter de Milan es propiedad de un grupo chino, mientras que sus vecinos del Milan AC pertenecen a un fondo de reestructuración de deuda, la Juventus es de la familia Agnelli -los propietarios de FIAT- desde tiempos inmemoriales y, finalmente, el Atlético de Madrid está en manos de la familia Gil, con participaciones menores de Enrique Cerezo y del multimillonario israelí Idan Ofer. Quedan fuera de esta lista Barça y Real Madrid, las dos anomalías societarias que todavía conservan la estructura de carácter mutual.

Si hacemos un repaso a los hombres clave del proyecto, veremos que hay más financieros que expertos en fútbol

En vista de quien toma las decisiones en todos estos clubes, queda bastante claro que la rentabilidad financiera estará siempre por encima de cualquier otra consideración, incluidas las de carácter emocional o de tradición. Curiosamente, vemos que los clubes más saneados de Europa, como son los alemanes, han decidido no subir a este tren. Por cierto, parece que los americanos de JPMorgan, acostumbrados a las dinámicas empresariales de su país, solo se quieren sentar a negociar con los propietarios de los clubes, circunstancia de difícil resolución en los casos de Barça y Real Madrid. Por lo tanto, es fácil divisar que por aquí vendrán presiones adicionales para transformar estos clubes en sociedades anónimas.

Olvidar que el fútbol europeo tiene una cultura muy diferente a la del deporte americano quizás resulta una omisión demasiado grave a la hora de diseñar el producto. El concepto de liga cerrada o semicerrada, estilo NBA, parece difícil que arraigue en un continente donde los clubes son más que un simple concepto de entretenimiento. La dinámica del juego del fútbol permite que David pase por encima de Goliat más a menudo de lo que sucede en otros deportes y esto hace que los equipos pequeños puedan afrontar ciertos retos con una aureola de ilusión.

Salir de la ruina

Uno de los motivos que ha esgrimido Florentino Pérez, presidente de esta futura competición, para sacar adelante el proyecto, es que los grandes clubes se encuentran en situación de ruina y necesitan maximizar sus ingresos para restablecer el equilibrio patrimonial. Habría que preguntarse por qué se ha llegado a esta situación de extrema debilidad si los clubes acreditaban unos incrementos a la facturación próximos al 10% anuales en el lustro previo a la pandemia. La respuesta hay que buscarla en la capacidad autodestructiva del sector a la hora de competir internamente, una circunstancia que acaba indefectiblemente en un aumento irracional de los salarios de los futbolistas. Es lo que el periodista Antoni Bassas define como una "tendencia exponencial a la inflación", o más gráficamente, lo que el productor Jaume Roures dibuja con cierto humor: "Los aumentos de facturación de los clubes sirven para que los futbolistas puedan tener tres Lamborghinis en vez de un par". Por lo tanto, excepto en el caso alemán, más facturación no implica cuentas más saneadas. En el mundo de la empresa convencional es lógico que los principales operadores tengan tendencia a buscar situaciones oligopolísticas, pero en la industria del fútbol esta carrera no tiene sentido, porque el valor es competir, no expulsar competidores del mercado.

Las economías de los clubes alemanes están saneadas fruto de una gestión responsable y una competición doméstica que funciona a la perfección; quizás los españoles tendrían que replicar el modelo

Tal y como está concebido el proyecto, la nueva competición europea sería compatible con las ligas nacionales, pero esto podría no ser posible si la UEFA ejecuta sus amenazas y expulsa los clubes díscolos de su universo privativo. Aquí se comienza una guerra solo apta para expertos en teoría de juegos, aquella disciplina de las matemáticas y de la economía que estudia qué comportamiento tener en función de lo que se piense que tendrá el adversario. En el peor escenario posible, seguramente negligible por la aversión que provoca siempre la "destrucción mutua asegurada", los campeonatos domésticos, la Champions League y los torneos de selecciones nacionales quedarían debilitados por la ausencia de clubes y jugadores de máximo nivel, mientras que los equipos de la Superliga se quedarían confinados en un territorio aislado en manos siempre de los resultados comerciales para evitar la pérdida de apoyo de los inversores y el cierre de la competición. Por lo tanto, a priori parecía probable que antes de la fecha tope -la nueva competición tendría que empezar en agosto de este año- se produjera algún tipo de acuerdo que minimizara los daños a ambos lados. Pero ayer al atardecer todo cambió cuando se empezaron a producir deserciones en el bloque, de forma que a última hora de la noche ya no quedaba ningún club inglés implicado en el proyecto. La postura que la Superliga mantenía esta madrugada era la de reconfigurar la competición, pero seguir adelante.

Estos días quien más quien menos pone sobre la mesa el caso de la Euroliga de baloncesto, una competición organizada por una asociación de clubes que en su día, a inicios del siglo XXI, consiguió hacer caer la todopoderosa FIBA, el feudo del temible Boris Stanković, y quedarse las competiciones más lucrativas. Efectivamente, sirve como ejemplo, pero en absoluto se puede usar como vaticinio de lo que pasará en el mundo del fútbol. Un deporte y otro no tienen nada que ver ni en implantación social ni en intereses comerciales. Por cierto, otra escisión que casi nadie recuerda es la que se produjo en el sí del baloncesto español a finales de los 80, cuando en la ACB le salió un competidor con muchas ínfulas. Se trataba del Circuito de Baloncesto Profesional (CBP), que rompió el statu quo para crear una liga alternativa con un reglamento próximo al de la NBA con el objetivo de ofrecer un espectáculo más entretenido. Su implantación principal se produjo en el sur de la península, con jugadores procedentes de categorías inferiores y marcadores finales muy generosos. El invento no funcionó y la competición sufrió un goteo constante de equipos que se retiraban, hasta hacer inviable su continuidad.

Volviendo a la Superliga, y como hemos visto antes, los clubes alemanes -entre los que está el emblemático y millonario Bayern de Múnich- han optado por quedar al margen del proyecto. El motivo es claro: sus economías están saneadas fruto de una gestión responsable y una competición doméstica que funciona a la perfección. Estadios llenos, familias que van al fútbol, localidades a precios asequibles y una competición atractiva han hecho de la Bundesliga un modelo de éxito. Quizás la competición española tendría que haber intentado replicar el modelo y ahora no harían falta huidas. Que la UEFA sea un organismo parasitario no implica que cualquier proyecto que le vaya en contra sea una idea brillante.