La entrada en Twitter de Elon Musk como si cabalgara a lomos de caballo siciliano despidiendo a la mitad de la plantilla no es más que una nueva excentricidad del personaje acostumbrado a que le rían constantemente las gracias. Quedan pocos animales de esta raza en la actualidad, aunque durante el Imperio Romano fueron considerados resistentes, feroces, imprevisibles y desbocados. Más que a los caballos, estos atributos deberían adjudicarse a sus jinetes. Contrasta este trato al talento en una de las compañías referentes de la modernidad con la actitud humilde y prospectiva del gobierno portugués, conocida esta semana, que prepara para el próximo año un proyecto piloto para testar los beneficios de la semana laboral de cuatro días tanto en el sector público como en el privado. Veremos los resultados, pero, en cualquier caso, construye algo más que provoca. Dos formas de tratar el trabajo de las personas, dos formas de afrontar el futuro.
En Roma competían sólo los mejores. Provenían de Grecia, Hispania y Capadocia. Entre ellos, en la épica del Circo Romano, los caballos sicilianos eran muy queridos; su pedigrí provenía del cruce de otras razas preexistentes en la isla en los siglos anteriores: a medida que ganaban carreras, los equinos sicilianos eran más famosos y cada vez más ricos. La fidelidad nunca fue una calidad de estos animales; mal adiestrados, van a lo suyo, cabalgan resentidos y nerviosos, haciendo que su caballero pierda el control ante cualquier obstáculo. En la novela Caballos desbocados de Yukio Mishima (1969), los miembros del grupo de jóvenes idealistas reunidos en torno a la Academia del Patriotismo, se lanza a la acción violenta para cambiar las cosas; estos samuráis contemporáneos acaban suicidándose, como el propio autor ultra derechista, para demostrar la pureza de intenciones de los iluminados.
Actor a escala mundial, ha convertido cada paso que da en una exposición pública de su egolatría
El personaje en cuestión es sudafricano, de madre canadiense, que encontró su oportunidad en Estados Unidos. Ha llegado a ser el hombre más rico del mundo gracias a su ingenio para concebir y realizar las mejores ideas de negocio -aeroespacial, software, coche eléctrico, neurotecnología, energía solar, inteligencia artificial, redes sociales..-, y, a la vez, invertir con golpes de mano audaces y operaciones arriesgadas que en la mayoría de los casos le acaban saliendo bien. A su vez, ha convertido cada paso que da en una exposición pública de su egolatría. Dice paparruchas sobre cualquier tema científico y lanza fakes que favorecen sus negocios. Este graduado en Economía y Física por la Universidad de Pensilvania, actor a escala mundial, es un bocazas de telenovela.
Nuevo contrato social
¿Qué le ha pasado por su cabeza para decidir despedir a la mitad de la plantilla de Twitter y a casi todos los directivos, cerrar provisionalmente las oficinas centrales de la plataforma en San Francisco, eliminar de repente el teletrabajo y dirigirse mediante el mail de la empresa a los trabajadores que se quedan y por el correo personal a aquellos que son despedidos? Poseía el 9,1% de la compañía y pagó 44.000 millones de dólares por el 90,9% restante. Arriesga su dinero y tiene derecho a buscar la máxima rentabilidad posible para los accionistas -él mismo-, incorporando, como parece, el código abierto a los algoritmos que usa para armar la feed de la red social, el botón gratuito de edición, la longitud de los escritos, el pago de la insignia azul por parte de los usuarios que permitiría prescindir de la publicidad...
Es evidente que la exhibición de arrogancia y fanfarronería hechas por Musk tendrían en cualquier país de la UE una fuerte réplica legal
Todas estas innovaciones son bienvenidas, como las que se plantean en cualquier empresa a diario; el mercado las acabará sancionando y el precio de la acción aumentará o caerá. Ahora bien, ser propietario del 100% de las acciones de una compañía no le da derecho moral a nadie para hacer y deshacer como si fuera un faraón sobre la vida de las personas. La nueva economía no está por eso. Al contrario. Es evidente que una empresa es propiedad de sus accionistas. Se trata de un derecho que debe respetarse siempre. Ahora bien, cada vez se socializa más la creencia de que al requerir a personas y materias primas del entorno a los procesos productivos, le añade a la función empresarial un factor social al que debe someterse cualquier propietario. No es lo mismo una empresa de principios del siglo XVIII que una actual donde los trabajadores se sientan en el consejo de administración; doscientos años de luchas contemplan los cambios. La legislación estadounidense, que en materia laboral no es ni de lejos de las más avanzadas del mundo, se encargará de corregir algunas de las decisiones tomadas por el magnate estos días. Lo que sí es evidente es que la exhibición de arrogancia y fanfarronería hechas por Musk tendrían en cualquier país de la UE una fuerte réplica legal, de los trabajadores y una repulsa de toda la sociedad. Sería bueno un pronunciamiento de la OIT al respecto, aunque parece que ya lo ha avanzado el director general, Gilbert Houngbo, de Togo; a principios de mes, al abrir el consejo de administración de la organización dijo que el mundo necesita un nuevo contrato social.
Una vez que este triste episodio quede atrás, tendremos que hilar fino sobre el concepto de libertad de expresión que asegura querer mantener al nuevo propietario de Twitter. Si se trata de lo que dicen Donald Trump y los populistas ultra derechistas -mi libertad- o en consonancia con el artículo 19 de la declaración Universal de los Derechos Humanos, mantener las opiniones de todos sin interferencias indebidas dentro de las limitaciones oportunas. Twitter no es un negocio particular del señor Musk: no juega sólo quien tuitea, sino toda la sociedad que recibe directa o indirectamente sus impactos. Respeto por sus negocios y por los nuestros.