Clásico refugio de las noches más canallas del Raval, el Bar Marsella es, entre otros logros, el bar más antiguo de Barcelona. Sus 200 años de historia se adhieren a las paredes raídas y a los techos desconchados. El eco de las carcajadas aún se cuela entre las botellas de las vitrinas que destilan decadencia e historia. “Prohibido estacionarse en las mesas” se lee en uno de los carteles interiores, una advertencia de la época franquista para prevenir reuniones clandestinas. El suelo es hidráulico, una nota de color entre la solera de una madera y un polvo en suspensión que bien puede haber viajado desde el siglo XIX.
Este “ambiente característico del Raval, seguramente imposible de exportar a otra zona de Barcelona”, esta “aparente dejadez” que le confiere “un tono apto para las reuniones bohemias” y una “singularidad que no hay que buscarla en el mobiliario -vitrinas, espejos y pavimentos un tanto degradados, e iluminación incorrecta-, sino justamente en la capacidad evocadora a otro momento histórico que este local provoca” (seguimos el entrecomillado de la definición del catálogo de patrimonio del Ayuntamiento de Barcelona), podrían ver su fin por una pandemia. ¿Se imaginan?
“Está siendo bastante duro. Yo no he celebrado la Navidad. Nada. Por responsabilidad. Me preocupa la falta de decisión política, de un plan estratégico más amplio. No entiendo por qué no lo cierran todo 15 días, vacunan masivamente y, a partir de ahí, vuelven a abrir”, denuncia José Lamiel, su sufrido dueño, que reflexiona sobre la difícil situación de muchos negocios que, como el suyo, abren de tarde-noche: “A la gente le importa muy poco o quizás ni lo piensan, pero los comercios que ahora estamos cerrados por las fiestas lo estamos pasando muy mal. No entiendo que se empecinasen en celebrarlas. Las ayudas que tenemos son inexistentes. En 2020 hemos abierto tres meses. Y ahora no podemos abrir ni hacer menús porque no somos ese tipo de negocio”. El Ayuntamiento no pasó el alquiler durante los meses que duró el estado de alarma, pero sí los restantes porque es su decisión abrir o no.
El bar que regenta el empresario forma parte de una ruta casi antropológica por nuestra propia existencia, de la historia más bohemia de esta ciudad. Esa que los lectores solo conocemos por los carteles novecentistas, pero que evocamos cada vez que nos enorgullecemos de eso que llamamos la Barcelona modernista.
En un espejo reza el nombre en letras de un rojo sangre: “Absenta”. Desde que abrió puertas en el año 1820 en los bajos del edificio de la esquina entre las calles Sant Pau y Sant Ramon, el Bar Marsella ha sido testigo de muchas noches de absenta deshaciendo un terrón de azúcar. Ha pasado sus vicisitudes y la pandemia es una más.
"La pena es que en este momento, con todo lo que está pasando, no hay una ayuda real", según el dueño, José Lamiel
En 2013 estuvo a punto de cerrar por una subida del alquiler. Los entonces propietarios del inmueble no tenían interés en mantenerlo abierto y pesaban más las opciones de venta del edificio completo a un fondo inversor de capital extranjero. En la operación de no renovación planeaba la sombra del Pla d'Usos de Ciutat Vella y la fuerte especulación urbanística en la zona; una ecuación que atizó el debate político entre el PSC y el entonces Gobierno municipal de CiU. Pero el Ayuntamiento de Barcelona —ya había apreciado cierto grado de protección patrimonial de nivel C (Bien de Interés Urbanístico)— obró el milagro. Compró el inmueble por algo más de un millón de euros pese al delicado momento económico y lo restauró para hacer vivienda social.
“Fue un momento bueno. A nivel de vecinos estamos ahora mejor que nunca, muy contentos con los inquilinos, de verdad”. La crisis de 2013 no fue un trance rápido y el revuelo que ocasionó en la opinión pública por su inminente cierre (consiguieron casi 5.000 firmas digitales en Change.org) aún se recuerda. “Hubo un clamor de una parte de la opinión. La pena es que en este momento, con todo lo que está pasando, no hay una ayuda real. Las grandes fortunas tienen un gran volumen de trabajadores y eso es importante. Pero locales como el mío, el Kentucky o el London que tienen un sello distintivo de sufrimiento y alegrías… me parece irreal que no estén pensando en nosotros…”.
De generación a generación
Lamiel recuerda aquel momento de intensa incertidumbre con un regocijo que solo puede proporcionar la distancia. Fue muy útil. Sirvió para que conociese al nieto de sus anteriores dueños: “Era un abuelito. Una persona muy, muy mayor. Se presentó un día en el bar para preguntarme si yo tenía fotos antiguas de él o si conservaba algún archivo sobre el momento de la venta. Le dije que no. Él tampoco tenía ningún recuerdo. Es curioso porque no sé ni su apellido. No nos presentamos formalmente”. La anterior familia habíaregentado el bar durante dos generaciones más, desde su fundación en las primeras décadas del siglo XIX. “Estamos investigando si se puede averiguar más. Cogimos la propiedad en 1820. Lo único que sé es que mi abuelo se lo compró a una persona cuya familia ya lo había regentado durante dos generaciones”, concluye.
Y tres generaciones de su familia lo mantuvieron abierto desde principios del siglo XX como un refugio donde disidentes de la cultura “oficial” podían socializar sus inquietudes. “Mi abuelo era más republicano que nadie. Supongo que el hecho de que no tengamos material fotográfico obedece al miedo o a la voluntad de que no quedase nada demasiado registrado. Mucha gente que entraba por la puerta trabajaba en el puerto, eran sindicalistas… era un bar del pueblo, muy proletario... así que aquí pasaban todos bastante desapercibidos. Era lo contrario a Els Quatre Gats donde sí iban los que tenían que dejarse ver. Solo tenemos el testigo de las anotaciones en libros, en películas o en poemas… Pero por parte nuestra no guardamos activamente nada. Así que solo sabemos por la memoria oral que Santiago Rusiñol, Ernest Hemingway, Pablo Picasso o Salvador Dalí, entre otros muchos, estuvieron aquí”, resuelve.
"Solo sabemos por la memoria oral que Santiago Rusiñol, Ernest Hemingway, Pablo Picasso o Salvador Dalí, entre muchos otros, estuvieron aquí"
Un legado que el empresario ahora ve tambalearse ante sí por la inseguridad económica que planea sobre locales como el suyo. “El primer crédito ICO se terminó en cuatro meses, en la primera fase durante el estado de alarma. Muchos confiamos en que serían unos meses de cierre y que después volveríamos a la normalidad. Así lo creí yo, por eso saqué a dos de mis cuatro trabajadores del ERTE. Pero nos encontramos el desconcierto de la improvisación constante del Gobierno. Ahora vivo de los ahorros que tenía, mientras me duren. Después, ya veremos cómo lo hacemos. Tengo 55 años y dejar el negocio o embarcarme en otra cosa no es una opción para mí. Quiero ser optimista, pensar que con la vacuna iremos a algún lado rápido y que en julio podremos celebrar los 200 años en la calle”.
Una efeméride que muchos deseamos. El ambiente del Marsella aún transpira absenta, la bebida estrella cuya litúrgica preparación repetían no hace demasiados meses las hordas de anglosajones con ínfulas culturales que querían probarla aquí por unos módicos cinco euros. No podía ser de otra manera. Este bar fue refugio nocturno del autor de El viejo y el mar. Y aunque Byron y Wilde nunca llegaron a visitarlo, también se habrían encontrado muy a gusto. Locales decrépitos como este imprimen carácter a la ciudad, una veteranía que solo ofrece el tiempo. Que continúe su larga herencia ahí después de la pandemia depende también, en buena parte, de nosotros.