Acabamos el periodo de descanso vacacional, el parón del verano en el que el mundo se detiene y la realidad queda en suspenso. Y de repente, sin solución de continuidad, vuelta a la rutina: madrugar, horarios, prisas y plazos de entrega. El ritmo del día a día es vertiginoso. ¿Será que esto ha sido siempre así? ¿O acaso es simplemente uno de los signos de nuestro tiempo?
Vivimos una época trepidante, de cambios constantes y en la cual aquello que hoy es una absoluta certeza mañana puede alterarse, mutar o desaparecer. Todos parecemos tener asumido ya que, más que una época de cambios, nos ha tocado vivir un cambio de época. Nos hemos acostumbrado al mantra del cambio continuo, la evolución constante, vivimos en carne propia la modernidad líquida de la que ya nos hablaba Bauman, y el estrés forma parte indisociable de nuestra vida cotidiana. Es en esos momentos cuando envidiamos y añoramos tiempos pretéritos en los que la realidad parecía más inamovible y había ciertas cosas que parecían aseguradas, que nunca iban a cambiar.
Pero esa es una realidad ilusoria. Jamás existió inmovilismo, siempre hubo movimiento. Por naturaleza humana, una de las cosas que nos define es la aversión al cambio (que además se agrava conforme avanza la edad), y es por ello que el concepto de cambio en sí mismo es uno de los elementos que ha obsesionado a pensadores de todas las épocas.
Que el cambio siempre estuvo presente en nuestra realidad desde la antigüedad queda atestiguado con conceptos como el panta rei (todo fluye), que ya Platón atribuyó al filósofo Heráclito de Éfeso, quien vivió a caballo entre los siglos IV y V antes de nuestra era. Fue Heráclito quien dijo que “en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”. Es decir, la variación constante define nuestra realidad.
Nuestro sistema actual está precisamente basado en el cambio y, indisociablemente, a un aumento continuado del ritmo de este
Por tanto, podemos decir que como sociedad venimos aprendiendo a convivir, aceptar y gestionar el cambio desde la antigüedad. Aunque no parece que se nos dé especialmente bien. ¿Y cuál es el motivo? Precisamente, la aceleración creciente del ritmo del cambio.
Ante esta realidad, podemos plantearnos: ¿y no sería posible disminuir este ritmo? ¿Podría alguien levantar el pie del acelerador? Una cosa es que todo deba cambiar, pero no hace falta que sea a esta velocidad. Y aquí viene la gran duda: ¿es eso posible? ¿Existe esa opción? ¿Es nuestro ritmo de cambio optativo?
Y la respuesta es clara: no. Al menos, no actualmente. Podemos decir que el cambio, y la constante aceleración del mismo es algo endógeno. Es sistémico. Nuestro sistema actual está precisamente basado en el cambio e, indisociablemente, a un aumento continuado del ritmo del mismo. Y no lo digo yo, sino que es algo que ya previó a inicios del siglo pasado el economista Werner Sombart y que, en los años 50, Joseph Schumpeter desarrolló al hablar del concepto de "destrucción creativa", que es sorprendentemente descriptivo de nuestra realidad, incluso un siglo después de ser enunciado.
Sin cambio, no hay avance
El concepto que subyace es que, precisamente el cambio, es el motor que dinamiza todo el sistema, y que sin él no habría avance, ya que es la fuente de la que bebe el mismo. Lo que cambia el modelo predominante de cualquier industria es la innovación, y el propio Schumpeter lo definía como “el proceso de mutación industrial que incesantemente revoluciona la estructura económica desde dentro, destruyendo incesantemente la antigua, creando incesantemente una nueva”. Cualquier modelo productivo, por asentado que esté, se ve forzado a cambiar en el momento en que aparece una innovación. En ese momento el reparto de poder del sector se reajusta y aquellas empresas innovadoras cuentan con una ventaja competitiva. Pero temporal. Efímera. Ventaja que dejará de serlo en el momento en que florezca una nueva innovación. Con lo cual, el desarrollo de cualquier cambio tendrá en sí mismo un potente incentivo para aquellas empresas que quieran contar con esa nueva ventaja competitiva.
Por tanto, parece que no queda otra opción que adaptarse al cambio, aprender a convivir con él, y aprovecharlo en la medida de lo posible, en tanto que inevitable. Y sobre cómo gestionar el cambio existen multitud de teorías, de técnicas y de bibliografía, en la mayoría de los casos sobre cambio organizacional. Pero los conceptos son extrapolables.
La capacidad de adaptación será una de las habilidades más necesarias en el marco presente y futuro
Creo que una de las teorías que más paralelismos permite hacer (entre el cambio organizacional y el cambio genérico) es la llamada Teoría U, de Otto Scharmer, publicada en 2007. Y a grandes rasgos, indica que cualquier gestión de cambio pasa por distintas fases, e indica como elementos imprescindibles la presencia de mente abierta y voluntad. El cambio hay que abrazarlo; de lo contrario, no podremos adaptarnos a él.
El concepto de mente abierta aumenta su importancia de forma proporcional al aumento del ritmo de cambio. Cuanto mayor es el nivel de cambio, más necesaria se hace la adaptabilidad. No como ventaja competitiva, sino por mera supervivencia. Y es por ello por lo que la capacidad de adaptación va a ser una de las habilidades más necesarias en el marco presente y futuro. Y, si además alguien quiere acceder a esa ventaja competitiva, se necesita proactividad para ser pioneros en la creación de nuevos escenarios.
Y si hubiera que destacar algo de la Teoría U (como digo, una de las más actuales en lo que a gestión del cambio se refiere) es la necesidad de analizar y visualizar el entorno, para tomar decisiones adaptadas al mismo, y que puedan cristalizar en decisiones operativas reales, que respondan a ese nuevo entorno. O como decía Sun Tzu en El arte de la guerra, “permanece atento al peligro y al caos mientras no tienen todavía forma”. Y, si esto ya era cierto y necesario en el siglo IV a.C., quizás es que, en el fondo, no ha cambiado tanto todo.