Ayer por la tarde, a última hora, tenía que reunirme con colegas de una universidad latinoamericana para acabar de cerrar el programa de unos cursos sobre digitalización. Trabajamos habitualmente con Zoom, a veces con Teams o Google Meet, y funcionan todos muy bien, a pesar de que la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana haya afirmado que los programas de videoconferencias más seguros son WhatsApp, Signal y Wickr.
Tanto leer estos últimos meses sobre las excelencias del metaverso, he alucinado con las oportunidades de mezclar la vida real, la virtualidad, los juegos y los videojuegos, el entretenimiento y las experiencias sensoriales inéditas. Así pues, por la tarde, bajo los efectos de las gafas de realidad virtual, uniformé a mi avatar con la última equipación adquirida. El mandato fue claro: "prepárate para ir a la reunión de medianoche y demostrar a los amigos latinoamericanos que tú eres yo y que, con tus artes, eres capaz de suplir altamente mi presencia; yo mientras tanto, estaré viendo la última película de Netflix". Creo que entendió el mensaje, pues el resto de la tarde la pasó nadando en su canción preferida.
No sé si no se preparó bastante bien la reunión. O no captó mi mensaje y espíritu. O la reunión era innecesaria y no tenía ninguna razón de ser, como muchas. El hecho es que media hora más tarde de la cita, me enteré que mi avatar no se había presentado; una llamada y un reproche de los colegas diciéndome que me estaban esperando fueron suficientes para que pidiera excusas por mi informalidad. La promesa de presencia física y virtual, juegos y vivencias -y un poco de monetización, bajo la forma de un tiempo adicional de entretenimiento- se me fue a pique. Hasta el punto de hacer tambalear mis conocimientos hacia la inteligencia artificial, el big data, el internet de las cosas o el resto de los enseres y las nuevas estrategias.
Es verdad que han aparecido herramientas digitales que son capaces de modificar procesos productivos de forma radical, empujar el progreso, reducir el esfuerzo humano, acelerar los tiempos de satisfacer las necesidades o las expectativas, y, naturalmente, de cambiar la forma de vivir. Son innegables y útiles. Una década de desarrollo es tiempo suficiente para creer en la nueva revolución tecnológica y en sus conquistas. Ahora bien, cuando apenas estamos digiriendo los resultados y las empresas hacen esfuerzos ingentes para adaptarse, ¿por qué algunos visionarios alargan el terreno abriendo escenarios con más ficción que ciencia, en vez de cooperar con el ensanchamiento de la base social que lo utiliza?
Hace siglos que los humanos buscamos segundas vidas, segundos planetas, segundos paraísos terrenales
Segundas vidas
Mark Zuckerberg, justo en el momento en que su compañía, Facebook –con Whatsapp e Instagram dentro- vivía la más gran crisis reputacional de su historia, anunciaba el cambio de nombre y elevaba el metaverso a la categoría de ciencia del presente-futuro inmediato. Este salto hacia adelante desviaba la atención sobre la filtración de datos, el registro judicial de Cambridge Analytic, la invitación de sus usuarios a abandonar la plataforma con el hashtag #deletefacebook, o la discriminación de los anuncios publicitarios, mientras el precio de las acciones iba hacia abajo.
No sabemos muy bien si esto del metaverso se trata de una cosa radicalmente nueva, de la profundización de la revolución digital, o de una especie del second life -que causó furor a comienzos del milenio y ha dejado empantanada a mucha gente, las propiedades virtuales de las cuales, pagadas con criptomonedas, no tienen salida-. Hace siglos que los humanos buscamos segundas vidas, segundos planetas, segundos paraísos terrenales; aunque sólo los poetas y los hombres de fe nos pueden transportar, hay que esperar que en unas décadas o siglos seamos capaces de afrontar la cuestión científicamente con garantía de saber si son posibles o no.
En la excitante fase tecnológica en la que vivimos, hacer soñar en ideas de ciencia-ficción al servicio de unos millonarios desvía recursos que tendrían que abocarse a ampliar la base de los usuarios digitales
El problema de estos multimillonarios es que cuando no saben qué hacer o tienen dificultades, se entretienen creando espacios nuevos de negocio que, funcionen o no, son seguidos, por si un caso, por otros colegas de la misma fortuna. The Economist titulaba a portada este episodio como la "batalla multimillonaria por el metaverso" (22/12/2021). Coca-Cuela. Nike, Adidas, Balenciaga, Gucci Dolce & Gabanna. Nascar, BMW, Nissan. Inmobiliarias vendiendo parcelas virtuales. Galerías de arte. Operadores en bitcoins o tokens. Incluso el Museo del Prado ha abierto una isla a Animal Crossing: New Horizons. Todos ellos se han apuntado a la moda y aprovechan, cuanto menos, para aparecer como modernos ante el gran público. Moisés Naïm calificó el 2018 como el año de los charlatanes, "de los charlatanes digitales" (El País, 30/12/2018).
Esta reflexión no es una invitación a blindarnos ante el futuro. Más bien al contrario: hay que aprovechar cualquier nueva tecnología para hacer progresar la sociedad, mejorar los niveles de vida de todos, reducir los esfuerzos de los humanos y acelerar los procesos; a la vez forzar el método prueba/error tantas veces como haga falta para innovar y descubrir nuevos horizontes. Esta es la única forma de perfeccionar la ciencia del management, más todavía en la era digital. Pero en la excitante fase tecnológica en la que vivimos, hacer soñar en ideas de ciencia-ficción al servicio de unos millonarios desvía recursos que tendrían que abocarse a ampliar la base de los usuraris digitales, reduciendo la brecha digital. Ha aumentado el uso de internet con la pandemia, pero el 40% de la población mundial todavía no accede ni en la escuela, ni en el hogar, ni en el trabajo, si es que tiene (We Are Social, 2021).
La pequeña prueba/error con mi avatar no ha sido exitosa. De momento no lo puedo dejar suelto. A pesar de esto, no desisto de buscar la manera que me sustituya y pueda monetizarlo o bien ganando directamente pasta o bien descansando leyendo al aire libre, mientras él me sustituye. Volveré a hacer el experimento el día que los ordenadores cuánticos lleguen a la n potencia.