En el mercado de la información, las audiencias vivimos en un entorno de sobreoferta. Algunos dirían, con toques alarmistas, que estamos saturados. Dejando de lado que se satura quien se expone a saturarse (siempre uno está a tiempo de apagar el móvil o el televisor), es cierto en cualquier caso que hay información para dar y vender. Me refiero tanto a los productos informativos llamados noticias o periodismo, como a los productos publicitarios, que empaquetan mensajes con fines persuasivos.
La saturación resulta bastante obvia cada vez que abrimos el móvil y empezamos a navegar o a utilizar una plataforma social. Los formatos publicitarios, de hecho, no paran de evolucionar para tratar de conseguir un bien escasísimo, que es nuestro tiempo. A este fenómeno se le ha llamado en ocasiones la economía de la atención, y los teóricos hablan de ella desde hace unos años. Se considera que vivimos, por contraste, una era de la distracción, porque como consecuencia de tanta oferta excesiva, el comportamiento más frecuente es el de catacaldos. Esto explicaría, por ejemplo, que de las primeras cosas que te dicen cuando empiezas a leer un artículo es el tiempo estimado que tardarás en leerlo entero. Como también que nos intenten colar como no publicitario el post de un influencer cualquiera de Instagram que comienza con la frase “muchos (o muchas) me habéis preguntado por ... [producto promocionado]”.
Si este es el panorama, la cuestión clave para los anunciantes y los productores de contenido sería: ¿cómo puedo retener la atención de las audiencias? Ahora bien, ¿es la atención el factor decisivo para que la comunicación funcione? ¿Realmente es la clave? La pregunta es pertinente si somos una marca modesta, o tenemos competidores que tienen una potencia y unos recursos que nos sobrepasan: siempre podrán llamar más la atención, y por lo tanto tendré poco a rascar a no ser que entre a competir por la atención. Ocurre, sin embargo, que la realidad es así... en parte. Y me explico: no sólo hay una competencia por la atención, porque una vez alguien ha conseguido la atención del público tampoco está garantizado el éxito de la comunicación. En esta era de la distracción, no basta con llamar la atención. De hecho, en una tertulia tampoco quien llama más la atención es a quien más se escucha. Es más, son desproporcionadamente muchas más las veces que las personas de pocas palabras acaban por hacerse oír con más credibilidad.
Si no se consigue relevancia, la generación de atención se queda reducida a una estimulación
¿Qué ocurre? Pues que la atención es una condición previa, pero la lucha verdadera no está allí, sino en la relevancia. El reto, sí, es ser relevante: es decir, tener una especial significación o importancia en el marco mental de la audiencia. La lucha es por el territorio semántico, por la generación de un significado. La distancia entre atención y relevancia es similar a la que existe entre efectista y efectivo. Ser relevante implica entrar a formar parte del espacio interior de la audiencia, de la representación que cada uno ha hecho de la realidad desde su perspectiva personal. Desde su ángulo de mirada, significamos algo. Este es el reto: entrar en el campo de visión del público en una posición reconocida, a la que su mirada puede volver cuando desee.
Si no se consigue relevancia, la generación de atención se queda reducida a una estimulación. Esto sucede cuando un anuncio nos ha generado unas buenas sensaciones, pero ni nos ha aproximado a la marca (que no recordamos) ni nos ha modificado un comportamiento de compra. Pienso, en mi caso, en la última campaña de una marca de cerveza que “resucitó” a Lola Flores mediante técnicas de tratamiento de la imagen para crear un deep fake, y que fue premiada hace pocos días. ¿Llamar la atención? Sí. ¿Cambiar comportamientos? No.