La pandemia ha redibujado la geografía económica de muchas ciudades. En los Estados Unidos, muchos trabajadores del sector digital se trasladaron a ciudades tradicionalmente menos intensivas en capital tecnológico. Muchos profesionales vieron el momento perfecto para cambiar de residencia, buscando zonas con mejor clima, menos contaminación, una mejor oferta cultural y gastronómica, acontecimientos de su sector y, en definitiva, mejor calidad de vida.
La actividad de alquiler de oficinas en ciudades como por ejemplo Miami o Nashville se ha duplicado en el transcurso de los últimos dos años. Washington, Nueva York y Chicago, por el contrario, han recuperado poco más de la mitad de la actividad pre-Covid. El caso de San Francisco también es paradigmático: la carencia de oferta de vivienda y las preocupaciones sobre la seguridad pública han menguado el atractivo de la que durante años fue la líder indiscutible del sector tecnológico.
En Barcelona, el talento digital ha crecido durante los meses de pandemia y ha generado 6.000 nuevos puestos de trabajo, según cifras de Barcelona Digital Talent, mayoritariamente vinculados al Big Data y programación. El atractivo de la ciudad para las grandes tecnológicas es indiscutible. Big tech como Microsoft o Google han abierto recientemente centros de innovación en la capital catalana; Apple adquirió la startup Vilynx y Amazon cuenta con el centro logístico más grande de España en el Prat.
Sin embargo, Barcelona todavía cuenta con algunas limitaciones importantes para la atracción de actividad económica y una de ellas es su conectividad aeroportuaria. Las empresas dedicadas a actividades de alto valor añadido tienden a localizarse en territorios que disponen de aeropuertos con una oferta extensa y densa de conexiones aéreas. La ciudad de Boston, uno de los polos biotecnológicos más importantes del mundo, luchó para contar con un hub aeroportuario intercontinental para fortalecer su economía basado en el conocimiento.
"No ampliar el aeropuerto refuerza el carácter eminentemente turístico de esta infraestructura en detrimento de los viajes de negocios"
Si bien buena parte de las críticas a la ampliación del aeropuerto han girado alrededor de la masificación turística, lo cierto es que las limitaciones de la infraestructura actual afectan el tráfico de conexión y de negocios. De hecho, no ampliar el aeropuerto refuerza el carácter eminentemente turístico del mismo en detrimento de los viajes de negocios – para modular la demanda turística low cost sería más pertinente repensar la tasa turística por pernoctación (actualmente del 7% del precio por noche en Amsterdam o del 5% en Berlín).
En 1992, el aeropuerto superaba los 10 millones de pasajeros y representaba el 1,7% del PIB catalán (Robusté y Clavera, 1997). En 2019 – cifras prepandemia – el aeropuerto llegaba a los 52 millones de pasajeros y se estima que el impacto económico de la infraestructura es del 7,2% del PIB, si consideramos el impacto indirecto fruto del desarrollo de actividades logísticas en zonas próximas al aeropuerto, y el impacto inducido debido al gasto generado por los trabajadores asociados.
"La configuración actual del aeropuerto tiene dos cuellos de botella: los edificios terminales y las pistas de vuelo"
La configuración actual del aeropuerto, sin embargo, tiene dos cuellos de botella: los edificios terminales y las pistas de vuelo. La capacidad de las terminales considerando la terminal satélite T1S, planificada por el 2026, podría llegar a 80 millones de pasajeros el año, cifras cercanas a las del aeropuerto de Londres-Heathrow. Barcelona ya es hoy el sexto aeropuerto europeo en número de pasajeros por año.
La cuestión de la capacidad del campo de vuelo genera más dificultades. La actual configuración de pistas no permite el despegue regular de aviones por la pista larga. Operativamente, con las dos pistas paralelas, se pueden alcanzar 90 operaciones por hora. Sin embargo, la capacidad funcional se redujo a 78 operaciones por hora por la afectación acústica a los residentes – principalmente de Gavà Mar y, en menor medida, de la playa de Castelldefels–, lo que provoca congestión en horas punta, sobre todo en el tráfico de conexión y de negocios, sin afectar sustancialmente el turismo.
La configuración de las pistas también comporta limitaciones operativas para aviones grandes que operan a larga distancia, perjudicando por lo tanto la conectividad general del aeropuerto. Sorprendentemente, la posibilidad de usar las dos pistas de forma simultánea e independiente, y permitir los despegues regulares por la pista larga, ha quedado fuera del debate político sobre la materia.
La nueva terminal satélite y la optimización de la configuración de pistas del aeropuerto del Prat – incluso sin afectar el espacio natural de la Ricarda – conjuntamente con una buena coordinación institucional y la atracción de operadores multimodales, podría permitir la consolidación de un gran aeropuerto de conexión.
En 2007 los empresarios e instituciones catalanas reivindicaban, en las jornadas en el IESE, un papel proactivo y decisivo sobre la gestión del aeropuerto, coincidiendo con la inauguración de la nueva terminal T1. Quince años después y a las puertas de superar la Covid, es oportuno que se retome aquel impulso frustrado.
Barcelona no puede permitir que se repitan las críticas veladas a la poca conectividad internacional de su aeropuerto que aparecían en el informe en que se fundamentó la ubicación de la nueva sede de la Agencia Europea de Medicamentos en Amsterdam.
Si Barcelona quiere mantener su competitividad en la carrera global, necesita una ampliación del aeropuerto que la conecte con el mundo y, a la vez, respete el medio ambiente. Para tener un aeropuerto a la altura de nuestro país, es urgente una ampliación inmediata que no puede quedar solo en manos de Aena. La ciudadanía necesita un compromiso firme por parte del Gobierno de la Generalitat con una propuesta sólida y decidida.