De vez en cuando, nos llamamos. Hablamos de muchas cosas, de la familia, de los amigos, de las anécdotas que nos ocurren durante el día. Son llamadas que se pueden reducir, esencialmente, en un “me preocupo por ti y te quiero desde la distancia”, pero suelen tomarnos mucho más tiempo por las demás banalidades. Comunicarse a partir de banalidades me encanta, porque te deja ver cuál es la banalidad que la otra persona quiere compartir contigo, ya qué quieres hacer partícipe tú al otro.
En casa no llueve desde hace meses, y esto está empezando a poner nervioso a todo el mundo. No por un problema actual, sino por la conciencia del agravio que será si las cosas no cambian en breve. Estamos a un 15% de batería, no encontramos el cargador en ninguna parte y la tienda más cercana nos ha dicho que sólo nos lo podrá llevar por barco y no tenemos claro si será suficiente. Donde estoy yo llueve demasiado, y la tierra baja tanto que, si no fuera por la tecnología, mi tercero quizás podría tener un jardincillo. Cuando nos llamamos, me dice que sople, y que lleve las nubes cargadas de lluvia a casa, donde tanta falta hacen.
Entre risas, me dice que me haga “sopladora de nubes”, y soñamos con un trabajo tranquilo, paciente, similar a los dibujos de los cuentos que ella me leía cuando era una niña. Aquellos dibujos redondeados y de colores suaves, donde todo tenía cara, incluso las nubes, que enfadadas hacían que el viento sopla hacia un lado u otro.
Entre risas, me dice que me haga "bufadora de nubes", y soñamos en un trabajo tranquilo, paciente, similar a los dibujos de los cuentos que ella me leía cuando era una criatura. Aquellos dibujos redondeados y de colores suaves, donde todo tenía cara, incluso las nubes, que enfadados hacían que el viento sopla hacia un lado u otro.
"Cuando nos llamamos, me dice que sople, y que lleve las nubes cargadas de lluvia a casa, donde tanta falta hacen"
Hay momentos en la vida donde debes cuestionarlo todo, de arriba abajo, para saber si estás donde deberías estar y, si no es así, remediarlo. A los 26 sentía que llegaba tarde a todas partes, pero ahora tengo la sensación de que no es que llegue tarde, es que no voy a ninguna parte. Que no hay ninguna tierra prometida en ninguna parte y que, si algo tengo que hacer, está claro que no está ligado a la edad, los días que pasen, o lo que quizá ya debería haber hecho. Con mis recién cumplidos veintisiete años, muchas mujeres de mi familia ya habían terminado los principales hitos de sus vidas. Yo, en cambio, noto que apenas los empiezo.
Hasta ahora, el sueño dulce de la juventud lo había enternecido todo, incluso lo malo. Había hecho que el camino pareciera una especie de juego entre una realidad y otra, entre un campo de conocimiento, un primer trabajo y unos primeros amores. Ahora pienso que, aunque sigo siendo joven, ya tengo algo de experiencia para no repetir los mismos errores que seguiré cometiendo con algo más de perspectiva. Empiezo a pensar que esto de crecer está bien para acumular recuerdos, pero que los adultos no dejan de ser adolescentes con muchos años de experiencia, que al final del día hacen lo que pueden con lo que tienen.
Así, si bien mi vida está apenas en su apertura, ya lo hace con muchos colores, libros y textos, con clips en el escritorio y bolígrafos gastados que denotan un buen número de palabras anotadas. La crisis del cuarto de siglo quizás sí existe, al fin y al cabo, pero creo que después viene una fuerte remontada hacia los treinta donde la conciencia de la efimeridad de la juventud hace que las ganas de vivir se multipliquen. Y si hacemos las cosas un poco más tarde, o durante unas semanas la vida no parece que vaya hacia el camino al que creemos que debería ir, podemos dedicarnos a soplar nubes y llamarnos por la noche para contarnos banalidades sobre nuestro día que, de hecho, ya es suficiente para hacerlo bonito.