En las sociedades de las prisas y los quebraderos de cabeza, lo mejor que puedes hacer es comer tu plato favorito de la infancia. Uno contundente, nostálgico, con muchas cosas buenas y bien nuestro. Un plato que se ha cocinado despacio, a fuego lento, sin prisas. Con cuidado y cariño. Con el tiempo que haga falta. Por ejemplo, fideos con pescado.
Hace cuatro años todavía vivía en Barcelona y trabajaba en una empresa donde aprendí muchas cosas. Quise comenzar mi carrera profesional en una empresa pequeña, donde podías conocer a todo el mundo, donde las dinámicas eran más personales que profesionales y donde pude aprender a funcionar con disciplinas, generaciones y también puntos de vista muy variados. Me enriqueció mucho para ver las cosas que quería hacer y las que no. Era consultora de comunicación política y corporativa especializada en cambio climático, un título largo pero conciso, que repetía como un loro en encuentros profesionales y familiares. Pero cuando huí a Ámsterdam la cosa empezó a complicarse. Y cuando aterricé en Ciudad del Cabo ya comenzó a institucionalizarse lo que irónicamente llamaba “una presentación imposible”.
"Era consultora de comunicación política y corporativa especializada en cambio climático, un título largo pero conciso, que repetía como un loro en encuentros profesionales y familiares"
Desde el porche de la calle Bollihope escribía para revistas y periódicos, tenía mil documentos abiertos en la pantalla del ordenador, entrevistaba a personas en línea de todo el mundo, visitaba los townships para hablar con mujeres de la zona sobre escasez de agua. Me preguntaban qué hacía, y decía que “cosas”. Todo el mundo reía y nadie entendía nada. Me costaba mucho responder, y aún me pasa. Hacía muchas cosas, no necesariamente conectadas, pero todas en un mismo sentido que aún hoy no sé describir con palabras. Escribía, leía, pensaba, investigaba, hablaba. Todas soft skills que no se pueden describir con una categoría como “economista”, “abogada”, “arquitecta” o “ingeniera”. Era feliz, me sentía realizada con lo que hacía y creía en ello, pero era algo extraño que fluctuaba entre estas categorías. Pero me costaba mucho describirlo.
Hasta que conocí a Gina. Es la directora del African Climate and Development Initiative, un departamento de la Universidad de Ciudad del Cabo centrado en cómo podemos llevar a cabo la acción climática mientras desarrollamos nuestras sociedades hacia modelos basados en el bienestar y las garantías democráticas. Ella también había escrito, leído, pensado, investigado y hablado mucho. A mis ojos era una referente, una mujer a la que admiro. En una de las conversaciones que tuvimos, me dijo que estaba harta de eso de definirnos bajo títulos y palabras clave. “Tú sigue haciendo cosas que tengan sentido para ti y ya encontrarás una frase divertida para defenderte”. Me gustó. Al fin y al cabo, ella era Gina, todo el mundo sabía lo que hacía, pero tampoco se la podía encasillar en una categoría fija. He recordado muchas veces nuestras conversaciones, y cada vez que tengo que presentarme pienso en ella.
"Hemos crecido con la adrenalina y con las categorías tan intrínsecamente asignadas que, cuando no las tenemos, no sabemos qué hacer"
Somos una sociedad impaciente. Nos cuesta esperar y nos cuesta encontrar el momento oportuno para las cosas. Hemos crecido con la adrenalina y con las categorías tan intrínsecamente asignadas que, cuando no las tenemos, no sabemos qué hacer. Pero a veces hay que soltar las riendas y dejar que la vida se vaya poniendo en su sitio. Y el día que menos lo esperemos encontraremos una solución a uno de esos problemas que arrastramos. Por eso el otro día, cuando el hijo arquitecto me dijo de dibujar juntos un cadáver exquisito, me di cuenta de dos cosas: que estamos hechos a pedazos, y que no todos los dibujamos nosotros. Así, después de unos días dándole vueltas, ya sé cómo me presentaré, a partir de ahora, cuando alguien me pregunte qué hago.