Una de las veces que coincidí con el señor Luciera Racionero -el arquitecto y urbanista traspasado en 2020- fue antes de la Gran Recesión de 2008. Se estaba construyendo, a toda máquina, la estación de la Sagrera -que parece que tiene que acontecer, algún día, la futura estación central de Barcelona-. Como que el señor Racionero era un profesional del ramo urbanístico, le pregunté: "¿Escucha, por qué se han construido, y todavía se construyen, nuevas estaciones mientras se dejan degradar, o se reconvierten, las existentes? Esto no tiene lugar en ningún capital europea, donde se mantienen y se amplían las estaciones ferroviarias existentes...". Me respondió que él tampoco lo entendía, más allá de las ansias constructivas y de la corrupción que esta actividad comporta. "No aprovechar la Estación de Francia es una animalada. No valen las excusas de que está cerca del mar o que es terminal. Se pueden hacer fácilmente las obras necesarias para adaptarla convenientemente".
Este es un tema que me ha hecho pensar siempre. A los catalanes nos gusta poco mantener las cosas y los bienes existentes, y nos gusta demasiado arrasar y hacer de nuevas. Si se fijan, las cosas nunca están muy acabadas, ni mantenidas... Cuando una edificación se hace vieja, se va dejando degradar, hasta que, una de dos, o se derroca para hacer una construcción nueva, o se tiene que hacer una restauración de tales dimensiones que acontece igual, o más cara. Cosa que provoca, a su tiempo, que la opción de construir de cero gane adeptos. El concepto "mantener" no existe, como mínimo en nuestras raíces culturales y mentales. Las grandes empresas de bricolaje son extranjeras, forman parte de la cultura individual de mantener las cosas en buen sido cada día un poco. En mi opinión, hay varias razones que llevan a esta actitud tan arraigada en nuestra casa.
Los años de post-franquismo, denominados de la Transición, han sido capitales. La gran destrucción del territorio ha tenido lugar durante este periodo. Y no ha sido otra cosa que el resultado de varios factores. La industria de la construcción de casas siempre ha sido relativamente fácil de desarrollar. Es lógico. No tiene que competir internacionalmente. Un edificio no se puede importar. Es por eso que cuesta tanto innovar en este sector. El profesionalismo es bajo. Es cierto que ahora se construye mejor que hace unos años. Las razones básicas las tenemos en la aplicación obligada de una normativa más estricta (adaptada de la Unión Europea) y la industrialización de materiales, que no provienen de la naturaleza misma de la actividad constructiva pero que ayudan a mejorar sensiblemente, y que proceden des nuevos productos que se desarrollan mayoritariamente fuera. Hablo de material eléctrico (enchufes, interruptores, etc.), químico (cementos, recubrimientos, siliconas, etc.), ebanistería de madera y metálica (ventanas, puertas, cocinas, etc.). Es decir, todo aquello que se puede importar ha ayudado a mejorar la actividad constructiva. Pero la cultura (proyectos, profesionales, etc.) no. Sigue siendo un sector de baja formación profesional.
La destrucción del territorio no hubiera sido posible sin un factor primordial: la corrupción municipal
A pesar de todo, la destrucción del territorio no hubiera sido posible sin un factor primordial: la corrupción municipal. Causa un gran efecto observar la fealdad de nuestras ciudades y pueblos. Salvo algún centro histórico, tenemos que coincidir que tenemos los pueblos más sórdidos de Europa. Y yo creo que la fealdad urbana de Catalunya es indisociable de dos hechos fundamentales: una carencia de cultura colosal, y una vocación destructora secular. La carencia de cultura se reafirma cuándo llegas a Italia en avión, a pesar de la corrupción imperante -que no sé si llega a los niveles de la nuestra- observas que los pueblos no son, ni mucho menos, tan horripilantes como aquí. El gusto popular, por las razones que sean, mantiene un nivel más elevado. Tienen un sentido de la estética alto, a pesar de ellos. De la vocación destructora hablaremos otro día. No conocemos bastante nuestro siglo XIX con tantas y tantas guerras civiles -cuatro, si consideramos la del Francés como guerra civil también-. La vocación de siempre recomenzar edificando, sin mantener nunca, la llevamos en la sangre gracias a nuestra historia.
Y acabamos hablando de trenes, como empezábamos. ¿Sabían que el general Savalls, marqués de Alpens y héroe de todas las Guerras Carlines, tenía una obsesión para destruir estaciones de tren? Lógico, por allí llegaba el material para el enemigo. Se cargó el setenta y cinco por ciento de las existentes en la época. Pero de esta anécdota no hablé con en Racionero. Me sabe mal. Seguro que me hubiera ilustrado al respeto.