A mi caótica cabeza capturada por el capitalismo le cuesta mucho hacer cosas que no sirven para nada. A menudo me encuentro pensando que pierdo el tiempo cuando llevo a cabo tareas innecesarias, pero que me aportan mucha paz mental, cómo pintar, mirar por la ventana o dar vueltas por la habitación buscando la inspiración. Mis hobbies hace tiempo que los computo como cosas necesarias y, así, leer, hacer deporte o cocinar forman parte de mis obligaciones cotidianas para mantener (o procurar mantener) la cabeza en el sitio. Cocinar es mi descubrimiento más reciente, donde no sólo practico la paciencia (habilidad que tengo en muy poca forma), sino también el arte de jugar con los distintos ingredientes para crear cosas nuevas.
Me cuesta hacer cosas que no tendrán un resultado tangible, hace años que soy así y ya no sé si es personalidad o patología. Ya de pequeña sólo me gustaban los talleres en los que te podías llevar algo a casa, un proyecto que se viera y fuera evidente y que representara, de alguna manera, el resultado del esfuerzo que habías depositado en esas cuatro horas entre rotuladores de colores gastados y plastilina pegada a las suelas de tus zapatos. Supongo que desprenderme de esto es complicado, pero existen técnicas y, en una época de cambios como es ésta, estoy abierta a aprenderlas para robustecer el árbol.
"Me cuesta hacer cosas que no tendrán un resultado tangible, hace años que soy así y ya no sé si es personalidad o patología"
El otro día fuimos al museo con unos amigos a ver la exposición de Marina Abramović, una performer serbia a la que le gusta jugar con los límites del hecho moralmente correcto e imaginable para generar esa incomodidad que te muestra que si algo no lo entiendes es probablemente porque te lo has representado siempre como algo prohibido o impuro. Más allá de la excentricidad de la autora, me gustó ir con tres amigos muy diferentes con los que comentamos, entre otras cosas, que difícil es ser una joven catalana universitaria y romper con la culpa de hacer lo que siempre se te ha dicho que está mal hecho.
Al final de la exposición había una mesa con lentejas y granos de arroz, cascos y hojas en blanco. Como si fuera una mesa del colegio, una chica colocaba los diferentes pilones y repartía hojas delante de cada silla, prudentemente, con una tranquilidad propia de una maestra de primaria que ya lleva años inmune a los gritos de los niños. Nos miramos los cuatro y, entre la vergüenza y la negación, pregunté si era una actividad cerrada o si estaba abierta a todos los visitantes. La asistenta con energía de maestra de escuela me dijo que era una técnica que utilizaba Abramović para concentrarse y que compartía con el público, y nos animó a sentarnos, ponernos los cascos y contar lentejas y granos de arroz con la ayuda de un lápiz. No faltó demasiado para que dos de los integrantes se esfumaran hacia la siguiente sala de la exposición, pero yo y el amigo restante nos miramos y entendimos que los dos queríamos hacerlo, pero a los dos nos daba mucha vergüenza. Así que nos sentamos, nos colocamos los cascos y nos pusimos a contar lentejas.
"Era una técnica que usaba Abramović para concentrarse"
Parecía una tarea sencilla, incluso repetitiva o monótona, pero me costó mucho. Mi compañero, como el buen niño que debía haber sido de pequeño, contaba pacientemente cada unidad y hacía dos pilones, uno de lentejas y otro de arroz. Yo, en cambio, me encontré haciendo varios pilones mixtos y contando con el lápiz cuántos integrantes de cada clase había en cada pilotillo. Claramente, la superficie de un folio no era la más resistente, y los granos de arroz y lentejas se movían dispersos, lo que me hacía tener que volver a empezar de nuevo el recuento. Lo que parecía que sería lo más aburrido del mundo me pareció extremadamente complicado, pero persistí con mi técnica de los pilotillos desiguales sumando los números al final. Al cabo de un rato levanté la cabeza en dirección a mi amigo, pero él apenas hacía unos minutos que se había cansado y me esperaba en la entrada. “Ari, ¿qué ecuaciones hacías?”, me dijo mientras colgaba la bata y devolvía los cascos. En ese momento me volví a confirmar que me cuesta mucho concentrarme en una sola cosa, y más aún cuando no tiene una finalidad provechosa o esperable.
A pesar de las dificultades, me gustó mucho contar lentejas. Quizás por la excentricidad de sentarme en un museo a hacer algo tan trivial, pero quizás también porque me permitió entender que mi cabeza desordenada y alborotada tiene un orden, pero es caótico. La tarea sencilla se convirtió en una misión tremendamente complicada, y es que en una sociedad tan compleja donde las cosas van deprisa y la atención la tenemos muy poco entrenada, contar lentejas puede ser un buen recordatorio de que nada es tan relevante, que el tiempo pasa igual tanto si lo tenemos presente como si no, y que, al fin y al cabo, contar lentejas con un amigo puede ser una forma muy relajante de pasar un buen domingo.