Un espacio (físico) en blanco

16 de Septiembre de 2022
Ariadna Romans

Este verano, en un museo, me encontré con un espacio inédito que me ha hecho pensar durante unos días. Era una habitación en blanco, sin ningún otro elemento más allá de un sonido que se repetía de forma continuada, como un mantra de fondo extremadamente presente en la escena. Una sala absolutamente blanca y vacía en medio de una exposición temporal. Supuse que era una obra de arte pero, más que eso, parecía un espacio de evasión. Me lo acababa de enseñar una amiga que, sorprendida, no entendía lo que hacía una sala en blanco en medio de una exposición de expresionismo alemán.

Una vez dentro y a solas, me puse a bailar. Bajo el temor de estar haciendo una frivolidad, pensé que ese espacio era una especie de sala experimental. Que se trataba de un espacio en blanco para “dejarse ir” de la misma y exacta manera que las películas y los libros woke que suelo leer nos dejan pensar. Un salón para sentirse libre dentro de unos límites más que evidentes: las paredes blancas, el sonido ocupando todo el espacio acústico y un aire limitado para un rato. Además de la barrera invisible que supone el hecho de que, en cualquier momento, venga alguien y te vea haciendo el imbécil en un espacio que no estás del todo segura que sirva para esto. Un espacio que podría ser una cárcel blanca pero también el perfecto instante para desconectar un momento genuino y hacer lo que te “salga de dentro”: ya sea bailar, cantar, hablar, llorar o mirar el techo.

"Siempre hay un límite en nuestra libertad: no podemos gritar para que no nos oigan los vecinos, no podemos saltar para no molestar a los de abajo y, por supuesto, no podemos bailar en medio de la calle"

Hay pocos sitios dónde socialmente podamos hacer “lo que nos salga de dentro”. Es cierto que pasamos la mayor parte del tiempo en espacios privados, pero siempre hay un límite en nuestra libertad: no podemos gritar para que no nos oigan los vecinos, no podemos saltar para no molestar a los de abajo y, por supuesto, no podemos bailar en medio de la calle, como mínimo no sin captar miradas extrañadas de otros transeúntes. Y es una lástima, porque todos necesitamos hacer estas cosas en un espacio “neutral”. Un espacio en blanco como el que describe Marina Garcés, pero palpable. Un espacio físico en blanco. Un lugar donde poder hacer, por un momento, aquello que sintamos que necesitamos hacer. Un espacio donde hacer un piti mental para desconectar de nuestra rutina. No como una pausa, porque las pausas no dejan de estar inscritas en el mismo juego que jugábamos antes de la pausa y al que volveremos después. No, un espacio en blanco donde escapar. Un refugio donde bailar en un momento de estrés o pasar un ataque de ansiedad de forma tranquila. Un lugar donde poder quedarse unos minutos sin hacer nada, fuera de la mirada del entorno.

Hay momentos en la vida donde necesitamos desaparecer, pero solo durante un rato. Y un espacio en blanco puede ayudar a dejarnos ir en la medida necesaria. Una especie de refugio seguro e impersonal, donde quizás no volvamos nunca o que no reconozcamos como propio, pero que, sin embargo, se nos presente como agradable. Un espacio cómodo donde sentirnos acogidas un instante. Una sala de museo donde bailar un poco antes de volver al grupo.