Ojos que no ven

23 de Febrero de 2021
Albert Miliá

Ojos que no ven, corazón que no siente. Cuan sabio es el refranero español para plasmar situaciones mundanas. Siempre he tenido la filia de leer durante años los distintos barómetros del CIS que reflejan las principales preocupaciones de los españoles. En otras palabras, lo que los ojos ven y hacen sentir al corazón del ciudadano.

Las preocupaciones que reflejamos suelen ser como la clasificación de nuestra primera división de fútbol, cada día más previsible -y aburrida- pero uno siempre espera el factor sorpresa del inesperado equipo que se colará por la lucha de los puestos europeos. En el barómetro del CIS, estos temas sorpresa suelen ser aquellos los que los medios de comunicación otorgan más altavoz y debate social a la noticia que a los propios hechos. El resto de temas en cabeza son siempre los mismos, y el paro y la crisis económica siempre ganan, por desgracia el Barça ya no.

La inquietud ciudadana sobre nuestra clase política es cada vez más palpable en los estudios del CIS, ocupando una prestigiosa plaza de Champions League de las preocupaciones. Han hecho una buena temporada, ni un estado de alarma ha podido frenar los “grandes” encuentros en el Congreso, ni el derbi Vox-PP de la moción de censura, ni la capacidad de resistencia (algo que P. Sánchez ensalza en un libro que lleva su nombre como autor) de un Gobierno que se dirigía constantemente a toda una nación hablando de un comité de expertos más secreto que el código PIN del móvil de la exasesora del vicepresidente Pablo Iglesias. Es normal que la preocupación por los políticos esté al alza, y es que el cinismo impera cuando uno se dirige a sus fieles votantes con afirmaciones como “si formara Gobierno con…, no podría dormir por la noche” y finalmente se los acaba llevando a la cama. Ojos que no ven, cuernos que te pongo.

Dice mucho de la ética de los españoles que la corrupción sea otra de las grandes preocupaciones (aunque choca que no reflejamos la crisis de valores que es el fondo de la cuestión). El coste social de la corrupción es elevado a pesar de las discrepancias en la cuantificación de esta. Tampoco es que vivamos en la nación de la permanente mordida en comparación con otros países repletos de opacidad y gobiernos perpetuos, pero combatir esta lacra urge por pequeña que sea.

Tenemos un Estado muy caro de mantener y con muy poco retorno social

Sin embargo, me sorprende ver que el CIS no recoja y que el ciudadano no perciba la ineficiencia del gasto público. Según el Instituto de Estudios Económicos (IEE) España se sitúa en el puesto 26 (de 36 países de la OCDE) en cuanto a la eficiencia del gasto público. En definitiva, tenemos un Estado muy caro de mantener y con muy poco retorno social. Del "estado del bienestar" al "bienestar del estado". Estamos hablando de miles de millones de euros que cada año son malgastados y que la solución no pasa por su recorte (aunque sería conveniente) sino por su eficiencia para beneficio de la sociedad. Si antes hacía referencia a la fiscalización de prácticas corruptas, considero que con la ineficiencia de gasto hay que ser incluso mucho más implacable. Por cada euro perdido por meterle mano a la caja, hay otro euro por una mala gestión de un plan social, otro por ineficiencia del sistema, otro por compras innecesarias, otro por superestructura de personal... Con la corrupción se pierde la ética y la supuesta ejemplaridad del granuja que la practica. Con la ineficiencia del gasto público pierde todo un pueblo que deberá sufragarlo porque ya sabemos que Hacienda somos todos.

Ojos que no ven, corazón que no siente. Esto es lo que nos pasa al no percibir ese dinero que no vemos y que se gasta de manera inadecuada. A posteriori, provoca una subida de impuestos que siempre es sufragada por la clase media trabajadora del país, cada vez más castigada fiscalmente y condenada a la desigualdad por la persistencia de ese mal criterio de gasto que después es sustraído del poco ahorro del trabajador.

No hay un plan para la industria española venida a menos, pero estar en la industria política es todo un seguro de vida

¿Quién determina el criterio de ese gasto? En efecto, aquellos a los que la sociedad detecta como una gran preocupación en los últimos años: la clase política. No obstante, una clase política que ayer era denominada “la casta” por quién ahora está en el Gobierno, pero como diría el amigo Gay de Liébana, deberíamos empezar a llamarla industria política.

En la actualidad tenemos el Gobierno más caro de la historia. Nunca antes tuvimos un ejecutivo formado por cuatro vicepresidencias, 22 ministerios, 28 secretarías de Estado y más de mil cargos de confianza, asesores y direcciones generales. Paro en la calle, pleno empleo en Moncloa. Proyectar las cifras de cada una de las estructuras que mantienen las comunidades autónomas, diputaciones y consistorios municipales, -sin dejar de lado el coste del Congreso y Senado- hace que más de uno deba estar al borde de la sobredosis de biodramina. No hay un plan para la industria española venida a menos, pero estar en la industria política es todo un seguro de vida.

Lo que nuestros ojos no ven es esta ineficiencia de gasto y mantenimiento de la industria política, cada vez más normalizada y que nos arrastra a la freiduría fiscal y a la condena perpetua de deuda que hoy ya alcanza el 117% del PIB. Adelgazarlo será un propósito de otro año nuevo y a la vez una pesada maldición para futuros gobiernos (y sociedad) que estarán maniatados por los excesos que heredarán.

¿Cuántas generaciones serán necesarias para cubrir este brutal desfase? No hay peor ciego que aquél que no quiere ver.