En los últimos artículos he dedicado mi atención a la manera aberrante en que se nombran los cargos directivos en la administración pública española —Generalitat, Estado y municipios—. Todo un caso como un saco. Compartimos una mala gobernanza con Turquía y Chile, donde el 95% de los cargos públicos cambian cada vez que llega un nuevo gobierno de distinto color político al que se va. Típico de un país subdesarrollado.
Otra de las características de nuestro país es que creemos que los actos no tienen consecuencias. Quiero decir que, ante noticias que deberían provocar un escándalo razonado y una reacción, no sucede nada. La noticia queda allí, inerte, sin provocar ningún acto, ni de contrición, ni de reparación, ni de indignación. Esta situación es típica de países políticamente y socialmente atrasados —que suelen ser herederos nuestros, como América Latina—. Estamos ante el fatalismo: “no importa lo que hagas, nada cambiará”.
"Compartimos una mala gestión con Turquía y Chile, donde el 95% de los cargos públicos cambian cada vez que llega un nuevo gobierno de distinto color político"
La mala dirección y gestión de los asuntos públicos tiene consecuencias. Y les hablaré de un caso que conozco y sufro: la mal llamada renovación de la carretera C-59 en su tramo entre Sant Feliu de Codines y Moià. ¿Están sentados?
Las obras comenzaron hace tiempo. ¿Meses? ¿Años? Ya ni lo recuerdo. Son unos 18 kilómetros. Se trataba de mejorar las aceras para que, en caso de parada de un vehículo, este no ocupara toda la calzada, sino solo un trozo. También porque, en determinados puntos, cuando se encontraban de frente camiones y coches, casi no podían pasar al mismo tiempo. Estas estrecheces habían causado algunos accidentes importantes. De paso, se trataba de asfaltar de nuevo el pavimento que ya estaba gastado. Bueno, las obras, como digo, se han alargado de una manera absolutamente escandalosa. Pero con esto no ha sido suficiente.
En algunos puntos donde no se podían ampliar las aceras, se han instalado unos protectores de cemento que, agárrense, la hacen más estrecha. En otros, donde se han rehecho rotondas, se han diseñado las salidas con aceras que forman un ángulo de noventa grados, con grave peligro para los coches al abandonar la mencionada rotonda. Quiero decir que los reparadores de neumáticos, llantas destrozadas y amortiguadores rotos tendrán trabajo este verano. La gestión de la obra ha sido dramática. Cortes constantes de circulación en uno de los sentidos —que casi nunca se han gestionado con semáforos, sino con empleados que hacían señales—, a menudo sin coordinación. En una de las ocasiones no podía entrar en mi pueblo porque no me dejaban pasar. Pero el capítulo más impactante y que resulta risible, si no fuera porque hace llorar, ha sido ahora, casi al final de la obra —que aún no está acabada, claro—. Cuando llegó el primero de agosto y casi todo estaba a medio asfaltar sin señalizar, etc., se fueron todos de vacaciones. No trabajó nadie a lo largo de los 18 kilómetros. Todo ha quedado sin pintar ni señalizar durante un mes y medio. Por las tardes, el tema era bastante preocupante y peligroso.
“No disponer de un cuerpo de funcionarios profesionales que cubra todo el escalón de responsabilidades en un área determinada es un drama”
Si he explicado todo esto no es porque me afecte a mí, personalmente. Lo hago público porque casos como este hay por docenas —la mala suerte no se centra en mi persona—. Es un caso paradigmático de la falta de directivos profesionales en la administración pública. No disponer de un cuerpo de funcionarios profesionales que cubra todo el escalón de responsabilidades en un área determinada es un drama. Sustituirlos por gente afín al partido, sin las mínimas competencias gerenciales ni experiencia acumulada, es inaceptable. Es un insulto al contribuyente que paga por un equipo gerencial mediocre. Y es una ofensa. Es ignorar que en las empresas el valor más preciado es la gente. Y particularmente los equipos gerenciales que acumulan experiencia y conocimientos.
Si las empresas actuaran como lo hace la administración pública catalana —y, por extensión, española—, las empresas no existirían. Por suerte, los clientes podemos elegir las empresas que nos proporcionan bienes y servicios. Lamentablemente, no podemos hacer lo mismo con quienes administran los asuntos públicos. Y de esto, abusan. Los actuales toman el relevo de una antorcha llena de chapuzas que, no lo duden, cuando llegue el momento, la pasarán a los nuevos con unos cuantos errores más.