Seguro que más de una vez, leyendo una novela de la centuria pasada o escuchando a alguien con unas décadas más de recorrido, habéis pensado que hace unos años se hablaba de manera más genuina e, incluso, con más precisión que actualmente. Y, de hecho, si hacéis en Google la búsqueda degradación lengua u os fijáis en la temática de algunos de los últimos concursos interactivos de lengua, como el de Òmnium "Com parlaven els nostres avis", veréis que no estáis solos en esta sensación inquietante.
Ciertamente, desde un punto de vista terminológico, es indudable que en general nuestros abuelos eran capaces de concretar mucho más que nosotros a la hora de designar su entorno natural. Por ejemplo, podían denominar con más precisión los animales y los vegetales que los rodeaban, ya fuera para comérselos o bien para observarlos. Y esto mismo podríamos decir de otros muchos conceptos que condicionaban, y mucho, la vida en el campo, como los fenómenos meteorológicos (neblina, granizo, calima, ventisca...) o la tipología de los terrenos (areny, balma, risco, clusa, obac, tartera...). Hoy en día muchos hablantes tendrían dificultades para decir los nombres de 10 flores diferentes, esto por no hablar de la incapacidad para asociarlas a la foto correspondiente. Y esta migración de conocimiento la podríamos hacer extensiva a los nombres de los pájaros, las nubes o las setas, para poner tres ejemplos bastante relevantes.
Hay que decir, sin embargo, que de cada uno de este ámbitos encontraríamos hoy en día especialistas que nos sabrían distinguir con claridad no 10 nombres, sino más de un centenar. Y, gracias a los adelantos tecnológicos, en algunos sectores hoy se hacen distinciones absolutamente inimaginables hace 30 años. Sin ir más lejos, en el Diccionari dels ocells del món, todavía en curso, podemos encontrar los nombres de más de 8.000 especies. Pero para el resto de mortales estas distinciones no tienen interés. No te hace falta saber si una seta o un pez son venenosos o suculentos: ya hay otros que han hecho la selección y no te va la vida en ello como a nuestros antepasados.
Los humanos somos seres prácticos, que no aprendemos nada que no tenga una utilidad muy clara para nosotros
Que las pechugas de pollo hayan tenido plumas en un estadio previo o que el sushi no es ninguna variedad específica de pescado tiene poca trascendencia. En cambio, nuestra terminología puede ser muy precisa en ámbitos tecnológicos absolutamente inexistentes –y yo diría que inimaginables— hace pocos años. Solo tenemos que pensar en el nombre de las varias redes sociales que tenemos al alcance o, incluso, si no queremos ir tan lejos, podemos pensar en 10 electrodomésticos diferentes que tengamos en casa y llegaremos deprisa sin dificultad. Y si practicamos o somos seguidores de un deporte, cosa muy habitual, no tendremos problemas para decir 10 –y 20 también— términos específicos. Pensad que en el Diccionari general de l'esport tenemos casi 11.500 términos.
Podemos concluir, pues, que los humanos somos seres muy prácticos, que no aprendemos nada que no tenga una utilidad muy clara para nosotros, y que nuestros intereses históricamente han ido variando a lo largo del tiempo, de una manera acelerada en los últimos años. Por lo tanto, nuestra terminología a escala colectiva es sin duda mucho más rica que nunca, con un aumento exponencial de nuestro caudal terminológico, pero individualmente sigue limitada a nuestro entorno más próximo, social y profesional. No tendríamos que cuestionar la riqueza de la terminología hoy en día, pues, sino si nuestros intereses actuales –nuestra vida tal como la tenemos montada— son los que nos hacen más felices. ¿Llena más saber distinguir entre cinco reacciones diferentes a una aportación en una red social o entre cinco tipos de nubes? He aquí la cuestión.