Mi madre me apuntó a clase de artes plásticas antes de nacer. La profesora y ella aún se ríen de ello, cuando se encuentran, pensando en aquella mujer joven embarazada que quería apuntar a tres años vista a su bebé que aún tenía que ver la superficie. Si una voluntad tenía, esa mujer joven e ilusionada con la vida, era que su hija tuviera lo que ella, por tiempo, edad y circunstancias, no había podido tener: un incentivo creativo. Mi madre no es de esas madres que te dicen lo que debes ser cuando seas mayor, pero si es el tipo de madre que no dejará la oportunidad de ofrecerte y mostrarte una forma por la que puedas llegar a tu máximo desarrollo: no por una voluntad estrictamente de hacerte crecer o hacerte ser la mejor, sino para que tengas a tu alcance todo lo que necesitas para florecer. Si bien ella todavía me dice que ella no ha hecho nada, que sólo ha querido siempre lo mejor para nosotras, yo sí tengo la certeza de que sin el abono intelectual y de curiosidad con lo que me hizo crecer a lo largo de mi infancia yo no sería la persona que soy hoy.
Estimular a los niños es un paso fundamental para hacerles crecer de forma robusta, sobre todo si surge desde el amor. Ninguna persona es perfecta, y tampoco mi madre, pero me ha nutrido durante toda una vida y se ha asegurado que nunca me faltara comida, papeles, lápices, y libros. Que tuviéramos una torre de material reciclado y pegamento para poder hacer manualidades, que supiera lo que son los animales y pudiera relacionarme con ellos semanalmente; que no me faltara Paco de Lucía por las noches con aquel radiocasete viejo para asegurarme un buen sueño. Aún hoy, varios años después, siento la almohada suave en mi mejilla cuando escucho la guitarra española.
Según desde qué ojos hables, mi madre ha sido una persona afortunada o ha tenido mala suerte. Según desde qué lugar lo veas, ha tenido todo lo que una persona podría pedir o ha perdido demasiadas cosas que ama. Ha sufrido mucho y ha disfrutado mucho. Supongo que como todas las personas de ese mundo. Pero si un mérito es indiscutible, si algo no le podré reprochar nunca, es la suerte que he tenido que me haya ido abonando durante todos estos años. Desde que un día por sorpresa supo que yo vendría al mundo en unos meses y dejó de fumar, arrastrando también a mi padre, hasta ayer mismo, cuando me llamó cuando le dije que no había tenido un muy buen día. A pesar del asma y esa tos que parece que nunca desaparece, hemos estado hablando un rato.
Aún hoy, varios años después, siento la almohada suave en mi mejilla cuando escucho la guitarra española
Estos últimos días he estado hablando con muchas madres. Madres que hacen todo lo que pueden por sus hijos, madres muy jóvenes y madres muy mayores. Madres de seis criaturas y madres noveles, pero todas me respondían lo mismo: mi mayor miedo es no poder dar a mis hijos lo que necesitan para salir adelante. Madres de barrios peligrosos que no dejan salir a los hijos de casa por miedo a que las calles les corrompan, madres que se gastan una gran cantidad del sueldo en hervir agua para que sus criaturas no se pongan enfermas, y madres que cruzan continentes para que sus familias vean a los recién llegados por primera vez en muchos, demasiados, meses. También madres que dejan a las criaturas con un familiar cercano porque ellas no pueden hacerse cargo. Yo no soy madre, y hay muchas cosas que sólo puedo admirar porque desconozco. Y creo que sólo aquella persona que siente el amor de una madre puede sentir, o contar, o llevar hasta sus últimas consecuencias lo que esto significa. Pero si algo tengo claro después de todo lo que estoy descubriendo esta semana es que todas las madres, en la medida en que pueden y dentro de sus capacidades y circunstancias, son jardineras. Hoy hace veinte y seis años mi madre me trajo al mundo. Y ese abono, la savia de la vida, será algo que nunca le podré agradecer lo suficiente. Vivir.