El Palau Savassona, sede del Ateneu Barcelonès, y el Palau Martorell, sede de un centro de exposiciones de iniciativa privada, son dos muestras históricas de la vocación cultural de nuestra burguesía. De hecho, los orígenes del primero, en la calle Canuda, son más bien aristocráticos, aunque a partir de 1846 pasó a manos de una familia de comerciantes manresanos herederos de un tío indiano que se llamaba Llogari Serra i Vilarmau.
El Palau Martorell, por su parte, lleva el nombre del arquitecto que lo levantó y debe su existencia a aquella antigua pulsión bancaria (no confundir con las entidades de ahorro) de la burguesía barcelonesa que nunca acaba de tener éxito. Hoy en día y salvadas las distancias, tanto uno como el otro son grandes contenedores de cultura, que como sabe todo el mundo, es la mejor expresión posible del progreso de los pueblos.
Y en el caso que nos ocupa, del pueblo de la ciudad de Barcelona.
La sufrida clase media

Íbamos al Ateneu a escuchar un cierto diagnóstico sobre el estado de salud de la clase media y, casi cuando terminaba la sesión, nos encontramos con una afirmación sobre el tema de la inmigración que nadie tenía prevista: “la llegada al país de trabajadores que no hemos tenido que educar ni asistir clínicamente desde su nacimiento hasta que ya están aquí, no puede ser de ninguna manera un mal negocio. Sobre todo, si llegada su edad de jubilación se vuelven a casa”.
La frase la pronunció Josep Mestres, economista de CaixaBank Research, al final de una mesa redonda organizada por Garlaires en el Ateneu Barcelonès, en la que también participaban el profesor de la UPF-BSM Josep Francesc Valls y el expresidente de la Sociedad Catalana de Economía, Eduard Arruga.
Garlaires es una tertulia fruto de la fusión entre una primera tertulia formada por viejas glorias del periodismo como Joaquim (Quimet) Perramón y Josep Maria Cadena y la tertulia del Set Portes, fundada por Oriol Bohigas y Paco Solé Parellada (propietario del restaurante), liderada por Joaquim Maria Perramon, un profesional inquieto, hijo de Quimet, donde participan mayoritariamente una excelente pandilla de jubilados intelectualmente activos, convocados en torno al Ateneu.
Valls, autor del libro El efecto Stick. Nacimiento, ascenso y caída de las clases medias, inició el acto explicando que el primer salario, tal como lo conocemos hoy en día, no apareció en Europa hasta principios de 1800. Antes había vasallajes, intercambios, alimentación e incluso “protección”, no comparables con la percepción de una cantidad concreta de dinero a cambio de un trabajo concreto.
El doctor Arruga, por su parte, dedicó su intervención a glosar la figura histórica de Manuel Raventós, un pionero en la materia que ya en tiempos de la República había anticipado los peligros que tendría que soportar la sufrida clase media.
“De hecho”, dijo Arruga, “de clases medias hay dos”. Una sería la formada por artesanos y pequeños comerciantes y la otra por los profesionales que contribuyen al fortalecimiento de las empresas que apoyan al sistema capitalista. Su denominador común es que ni unos ni otros quieren ser proletarios, ni tampoco se consideran patricios ni aristócratas del sistema capitalista.
Su evolución fue explicada magistralmente por el profesor Valls, un profesional de innegables raíces periodísticas, cuando situó la aparición de la clase media en el momento en que se empezó a imponer el concepto de salario fijo a los trabajadores y la producción empezó a ser masiva.
"A principios del año 2000 la inflación, el aumento de los precios, la contención de los sueldos, la caída del pequeño comercio y el estancamiento de la renta disponible hacen que la clase media se aprime"
La segunda etapa histórica del salario, según Valls, se produce hacia 1900 cuando la retribución empieza a diferenciarse según las tareas desarrolladas, las necesidades empresariales y la formación necesaria para desarrollarlas.
Pero es cuando aparece el estado del bienestar y el salario social que le da apoyo en forma de servicios públicos en materia de sanidad, educación e infraestructuras, hacia el año 1950, cuando la clase media empieza a convertirse en motor económico y social de las sociedades modernas.
Una situación que se prolonga hasta que a principios del año 2000 la inflación, el aumento de los precios, la contención de los sueldos, la caída del pequeño comercio y el estancamiento de la renta disponible hacen que la clase media se adelgaze, aparezcan los supermillonarios y el sistema empiece a dudar de él mismo.
Suerte tenemos, pues, de los inmigrantes. Al menos hasta que volvamos a recuperar el equilibrio.
Fernando Botero: un diálogo entre contención y exuberancia
Jesús Rodríguez es un animador y empresario cultural interesado en recuperar espacios de valor, transformarlos, rebautizarlos y llenarlos de exposiciones “que favorezcan el diálogo entre continente y contenido”. Su socio local es Josep Fèlix Bentz Oliver, presidente del Reial Cercle Artístic de Barcelona, y responsable de la notable renovación de esta centenaria entidad cultural barcelonesa.
Antes de ser descubierto y bautizado por Rodríguez, el Palau Martorell (calle Ample 11 de Barcelona) era administrado por Núñez y Navarro y se enfrentaba a un futuro incierto. El edificio, vecino de la plaza y la iglesia de la Mercè, fue construido entre 1886 y 1900 por el arquitecto Joan Martorell i Montells, como una afirmación del pensamiento neoclásico frente al cual ya se empezaba a considerar excesos del espíritu modernista que campaba libremente por la ciudad.

Lo estrenó la Sociedad del Crédito Mercantil que tuvo su sede hasta que en 1917 la Mercantil fue adquirida por el Banco de Barcelona de Manuel Girona y, una vez éste quebró, acabó siendo la sede de la Cámara de Industria de Barcelona, fusionada en 1967 con la Cambra Oficial de Comerç i Navegació, con sede definitiva en la Casa Llotja de Mar.
El edificio, magníficamente restaurado e históricamente vinculado a actividades económicas y empresariales, está construido en piedra y podría ser considerado un homenaje a la simetría, la sencillez y la contención ornamental. Tres virtudes propias de la discreta sociedad civil catalana que no siempre han sido suficientemente respetadas.
Además de ser tal vez uno de los primeros puntos de encuentro entre economía y cultura, ¿cuál es el diálogo que este continente tan contenido establece con la exuberancia contenida en las obras de Fernando Botero?
Había que ir y verlo.
Botero, fallecido en 2023, vino al mundo en el seno de una familia acomodada colombiana. Un entorno probablemente repleto de los curas, altos funcionarios y militares que asoman tan a menudo en su obra. ¿Gente sobrealimentada, quizás? Sin duda, si atendemos al volumen figurativo de los personajes. Pero resulta que la ironía de Botero, su sutil crítica social de los primeros años se prolonga a través de toda su biografía e incluye también personajes sencillos de clases sociales menos favorecidas e igualmente aburridas de la vida.
Cuesta mucho encontrar una sonrisa, o al menos una media sonrisa en la expresión resignada de aquella gente que más bien parece estar haciendo un trabajo tan incómodo como inevitable. ¿El trabajo de pasar a la historia? ¿La de ir haciendo a pesar de todo, mientras que a una gran mayoría de la humanidad se le niega la posibilidad de vivir una vida digna?
"La ironía de Botero, su sutil crítica social de los primeros años se prolonga a través de toda su biografía"
Botero fue un artista comprometido y amante de los colores y la justicia que vivió en Mónaco y Pietrasanta, denunció las atrocidades estadounidenses en la prisión de Abu Ghraib durante la guerra de Irak y pasó olímpicamente de lo que pudiera pensar la gente sobre su obsesiva manía de inflar volúmenes y personas.
Su obra, sin embargo, parece reflejar un nuevo concepto de belleza y ridiculizar las convenciones que identifican la abundancia con la felicidad. En este sentido, el diálogo de sus cuadros y sus esculturas con el Palau Martorell podría coincidir en la constatación de que no hay ética sin estética, ni equilibrio sin exceso.
O quizás todo esto sólo son ganas de hacer volar palomas y vale más disfrutarlo sin torturarse mucho.
Sobre todo si hace buen día y al terminar la visita te espera una buena cervecita en la plaza de la Mercè.