No toda empresa que crece madura. Y no todo líder que actúa, piensa. Las crisis no son errores de gestión: son etapas inevitables que demandan una mirada diferente. Más filosófica. Más lenta. Más valiente.
Nos gusta imaginar el crecimiento como una línea recta, una curva ascendente hecha de facturación, equipos más grandes y nuevos mercados. Pero a menudo, el crecimiento real —el que transforma de verdad— no hace ruido. Es interno, incómodo, y pasa por momentos que no vienen en powerpoints (o ahora, en TikTok): dudas, discusiones, crisis.
En el mundo de la empresa familiar, estas crisis tienen un tono peculiar. No son solo organizativas, son emocionales. ¿Quién manda? ¿Quién deja de mandar? ¿Cómo lo hacemos sin traicionar quién éramos, pero sin quedar atrapados en lo que fuimos?
"Las crisis no son errores de gestión: son etapas inevitables que demandan una mirada diferente"
Y es aquí donde el liderazgo —el auténtico— se pone a prueba. No en la capacidad de hacer más, sino de parar. De escuchar. De pensar como un filósofo y actuar como un jardinero: con tiempo, con mirada larga, con respeto.
El modelo de Greiner nos habla de fases y de crisis, pero lo que no dice es que cada fase demanda una cualidad diferente del líder. Y no siempre estamos preparados para dar el paso, no porque no sepamos, sino porque no nos detenemos a pensar si estamos caminando hacia donde queremos.
Quizás es momento de hacerlo. De preguntarnos: ¿Cuál es la crisis que vivimos… y qué versión de nosotros demanda?
Toda empresa que crece pasa por crisis. Larry Greiner las describió en fases con nombres que suenan académicos —crisis de liderazgo, crisis de autonomía, crisis de control…— pero que, una vez dentro, tienen forma de conversaciones difíciles, emociones a flor de piel y decisiones que tocan el hueso.
La crisis de liderazgo, por ejemplo, llega cuando el fundador ya no puede estar en todo. Cuando el instinto que hizo nacer la empresa se encuentra con la necesidad de delegar. Pero delegar no es solo repartir trabajo. Es confiar, dejar espacio y, a veces, hacerse pequeño para que otros puedan crecer. Es un acto radicalmente maduro.
La crisis de autonomía llega cuando los equipos, ya un poco empoderados, piden libertad para actuar… pero sin perder el norte. Y la de control, cuando se vuelve todo tan complejo que hay que poner reglas, pero sin ahogar la iniciativa. Cada fase es un tira y afloja entre estructura y libertad, entre hacer y pensar, entre crecer y sostener.
"Delegar es confiar, dejar espacio y, a veces, hacerse pequeño para que otros puedan crecer"
Pero lo que el modelo no dice es que no todas las empresas pasan por esto de la misma manera. Y que la diferencia, muy a menudo, es el tipo de liderazgo.
Hay líderes que, cuando llegan las crisis, corren. Hacen más, reúnen más, actúan más. Pero también hay quienes hacen algo extraño y poderoso: paran. Se detienen a pensar. No por miedo, sino por responsabilidad. Como el jardinero que no arranca la planta cuando no florece, sino que revisa las raíces. Este liderazgo no es el más visible. No grita. Pero es el que salva equipos, negocios y familias.
Pensar como un filósofo significa cuestionar lo evidente. Significa no dar por buenas las frases de siempre: “siempre lo hemos hecho así”, “eso no se puede tocar”, “ya llegaremos”. Significa parar cuando todo empuja a correr. Hacer menos, pero hacerlo mejor.
Y en una empresa familiar, esto es aún más necesario. Porque las crisis no se resuelven solo con organigramas. Hay que leer el ánimo, las emociones, las historias no dichas. Hace falta un liderazgo que piense y sienta. Que no solo quiera llevar la empresa al futuro, sino que se atreva a hacerse preguntas incómodas hoy.
Porque en una empresa familiar no todo se dice. Hay silencios que pesan más que las palabras. Callan tensiones para no herir, se dejan pasar actitudes porque “ya lo conocemos”, se permite lo que no se permitiría a nadie más… solo porque es familia. Se arrastran historias de hace décadas que aún condicionan las decisiones de hoy. Se confunde lealtad con sumisión, se disfraza el control de protección y se etiqueta el desacuerdo como deslealtad. Todo esto crea un terreno pantanoso, donde cuesta mucho separar lo que es personal de lo que es profesional, y donde a menudo se premia más el vínculo que la competencia.
Pero estas dinámicas, por muy humanas que sean, pueden frenar el crecimiento. Y no solo el de la empresa —también el de las personas que forman parte de ella. Por eso, en este contexto, el liderazgo demanda una sensibilidad extra: hay que saber leer lo que no se explica, entender las miradas, intuir las renuncias. Y tener el coraje —y el cariño— de ponerlo sobre la mesa. Con delicadeza, pero también con determinación. Porque solo cuando la familia puede mirarse honestamente, la empresa puede avanzar con madurez.
"Solo cuando la familia puede mirarse honestamente, la empresa puede avanzar con madurez"
Algunas preguntas que vale la pena hacerse (antes de que la crisis lo haga por nosotros)
¿Cuál es la crisis real que estamos viviendo? ¿Es de organización… o es de confianza?
¿Estoy delegando o solo repartiendo responsabilidades?
¿Estamos abriendo espacios para pensar o solo llenando la agenda?
¿Qué ideas ya no nos sirven y habría que dejar ir, aunque nos den respeto?
Hay quien dice que liderar es hacer crecer. Pero quizás liderar es, primero, saber leer cuándo hay que parar. Cuándo hay que cambiar de piel. Cuándo hay que pensar.
Las crisis no son el final. Son una llamada. Una invitación a pasar de una etapa a otra. Pero no todas las empresas pasan por esto. Y no todos los líderes se atreven. Solo aquellos que entienden que el crecimiento más difícil es el que no se ve. El de dentro.