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Desconectar para conectar

13 de Enero de 2025
Gina Tost | VIA Empresa

Esta Navidad, como tantas otras, me hice una promesa que no tenía nada que ver con dejar de fumar o ir al gimnasio. No fumo y no me gusta sudar inútilmente. Busqué algo más personal: desconectar de la tecnología durante las vacaciones. Nada grave, ¿eh? Solo quitar las notificaciones de WhatsApp y los correos, eliminar los juegos “tontos” llenos de patrones oscuros con micropagos, y dejar de hacer doomscrolling en TikTok, BlueSky, Instagram y X. La idea era tan idílica que sonaba ridícula: volver a la esencia de las fiestas, centrarme en la familia, cocinar a fuego lento y leer un buen libro, sin que el móvil fuera un interruptor constante. Pero, entre los grupos de WhatsApp, las fotos que había que hacer de los momentos especiales (qué bonito el primer verso de Navidad), las felicitaciones virtuales y los encargos de Reyes que tuve que resolver online, acabé tan enganchada al móvil como siempre. Quizás un poco menos, pero la sensación de culpa ha sido enorme.

 

Y esto me llevó a una reflexión: ¿somos capaces de desconectar realmente o ya es imposible? ¿Para desconectar tendré que romper el móvil o hacer que me lo escondan?

El desconectar de la tecnología se ha convertido en un mantra moderno. Me salen anuncios de gurús que te prometen un retiro detox en una casa rural de montaña sin móvil, haciendo yoga, meditación y comiendo platos veganos 3 veces al día. El peor infierno para una yuppie como yo. Adicta a todos los males digitales: estrés, falta de concentración, insomnio… ¿Quién no tiene una lista de males?

 

Pero me doy cuenta de que este discurso de “desconectar para conectar” está teñido de hipocresía. Vivimos en una sociedad diseñada para mantenernos conectados en todo momento, y a menudo nuestra dependencia no es solo personal, sino estructural: el trabajo, la familia e incluso las actividades lúdicas giran en torno a mantener nuestra atención.

Por ejemplo: hay una actividad para entregar la carta a los Reyes y las plazas son limitadas. Hay que reservar las entradas online: conéctate unos días antes, a una hora concreta, sin falta, y no llegues tarde porque te quedas sin poder entregar la carta. Y no querrás traumatizar a tus hijos, ¿verdad? Ni que fueran Bruce Springsteen… y ni así lo justifico. Solo quiero entregar una puta carta a los Reyes Magos, y ya estoy estresada.

"Vivimos en una sociedad diseñada para mantenernos conectados en todo momento, y a menudo nuestra dependencia no es solo personal, sino estructural"

El problema de la desconexión es que se plantea como una responsabilidad individual. Si tienes ansiedad por el exceso de información, te dicen que te autoimpongas límites. Si tu móvil suena constantemente, te aconsejan silenciarlo. Es como si te hicieran caminar sobre las cenizas calientes y luego te culparan de quemarte las plantas de los pies. Mis zapatos no son lo suficientemente gruesos, lo siento.

La desconexión es un lujo. No todo el mundo se puede permitir desconectar. Si trabajas en un empleo que requiere respuestas inmediatas, como un emprendedor o un médico, no puedes apagar el móvil a las seis de la tarde y olvidarte de él hasta el día siguiente.

En Francia tienen una ley para no “molestar” más allá de las 6 de la tarde y durante las vacaciones, pero en un mundo idílico el papel, el Excel y el DOGC lo aguantan todo.

De hecho, incluso aquellos que pueden hacerlo a menudo dependen de la tecnología para organizar su desconexión: reservas de hoteles online, aplicaciones para monitorear los hábitos digitales, guías de mindfulness en formato app, o reservar la casa rural con el gurú-del-yoga-vegano-dadme-un-disparo.

Y luego está el otro gran problema: si tú desconectas, pero el resto del mundo no lo hace, acabas sintiendo que pierdes oportunidades, ya sea a nivel laboral, social o informativo. Le llaman una palabrota terrible como FOMO (del inglés fear of missing out), pero es peor cuando al FOMO le sumamos el “soy la única que lo hace, y no me hace especial, me coloca en una posición inferior y mañana estaré sin trabajo ni conversación”.

"Lo que realmente necesitamos no son más estrategias individuales para desconectar, sino un cambio estructural que limite la invasión constante de la tecnología"

Como siempre pasa, lo que realmente necesitamos no son más estrategias individuales para desconectar, sino un cambio estructural que limite la invasión constante de la tecnología. Esto significa diseñar plataformas menos adictivas, tener siempre una alternativa analógica a los temas digitales, hacer como en Francia y regular el uso de la tecnología en el ámbito laboral, y, sobre todo, fomentar espacios colectivos de desconexión real que no impliquen un buda y una lámpara de sal. No es casualidad que las personas que realmente pueden "desconectar" suelen vivir en entornos o contextos en los que la presión digital está moderada por factores externos, como un horario laboral claro o una cultura digital menos intrusiva. O son los dueños de las compañías.

Esta Navidad no conseguí desconectar, pero tampoco creo que fuera un fracaso. Al fin y al cabo, desconectar completamente de la tecnología es como comer todo un roscón de Reyes sin encontrar el haba: posible, pero improbable (a menos que te la hayas tragado como hice yo cuando tenía 9 años, pero esa es otra historia). La cuestión no es si podemos vivir sin tecnología, sino cómo podemos hacer para que no nos devore la vida cuando estamos con ella y cuando no lo estamos.

Por eso, este año 2025 mi propósito no será desconectar del todo, sino encontrar momentos para cambiar el doomscrolling por un rato de montar Lego’s con mis hijos, o para leer un libro sin dejarlo a medias porque me ha entrado un mensaje importante que no puedo dejar de responder. Al fin y al cabo, desconectar no debería ser una huida hacia adelante puntual, sino un equilibrio entre el wifi y la buena cobertura emocional.