Pocos eventos a lo largo de la historia han logrado paralizar Barcelona. Pocos tan improbables como el de este lunes. Cerca de la una del mediodía, en pleno paseo de Gràcia, el corazón de esta monstruosa ciudad ha dejado de latir. Inicialmente, los allí presentes hemos pensado que se trataba de un breve corte de luz. Pero la sensación ha desaparecido más rápidamente de lo previsto. En pocos minutos se han sucedido dos hechos altamente inusuales: el primero, todos los trabajadores de los establecimientos de la calle han asomado la cabeza a la vez. Todos con el mismo gesto de inquietud. El segundo ha sido aún más revelador. Un ruido ensordecedor ha partido en dos el clima de incertidumbre. Los semáforos de la calle de Provença y del mismo paseo de Gràcia se han apagado, y en la intersección se ha formado un caos que los vehículos que la atravesaban se han encargado de evidenciar.
Ha sido la primera imagen de una jornada histórica, porque ha devuelto la capital de Catalunya a tiempos pasados. En pocos minutos, la señal de los teléfonos ha dejado de funcionar. Las llamadas y los mensajes han quedado deshabilitados. Internet se ha caído. Sin electricidad, las televisiones no se han encendido. No ha habido forma de informarse. Ante esta situación, mi idea ha sido la de empezar a caminar y observar. La postal del momento ha sido difícil de creer. Mientras los vigilantes de seguridad acordonaban las bocas de metro, ferrocarriles y Rodalies, unos agentes se han colocado en la mencionada intersección de Gràcia con Provença a dirigir el tráfico. “Ya tocaba”, ha gritado un señor desde un banco cercano.
Poco a poco, todos los locales de rambla de Catalunya, avenida Diagonal y paseo de Gràcia, convertidos en oscuras cuevas, han detenido en seco los servicios. En muchos de ellos, los trabajadores se han quedado custodiando la persiana medio bajada, con la esperanza de que las cosas se solucionasen tan rápido como se han ido. Mientras tanto, en los chaflanes del Eixample se han formado corrillos de personas que no se conocían, pero se han reunido aleatoriamente para informarse mutuamente de las pocas noticias que llegaban. Muchos querían saber dónde poder comprar un transistor o una radio portátil, o incluso han preguntado en el interior diferentes comercios si por casualidad disponían de una.
En un abrir y cerrar de ojos, la información se ha convertido en el bien más preciado en el centro de Barcelona. En una sociedad enganchada a la inmediatez y la accesibilidad, cortar todos los suministros ha provocado escenas poco menos que surrealistas. Una ha sido precisamente en la calle de Provença, cuando una señora ha parado un taxi y le ha ofrecido dinero simplemente por dejar de circular y permitirle escuchar la radio. El conductor se ha negado, pero como compensación le ha explicado que en su emisora han informado de un corte eléctrico en toda la ciudad. En el restaurante de al lado, un hombre ha celebrado tener señal aún. Ha sido el único de la calle. ¿El motivo? Era italiano y su SIM ha sobrevivido al apagón.
"En un abrir y cerrar de ojos, la información se ha convertido en el bien más preciado en el centro de Barcelona, en una sociedad enganchada a la inmediatez y la accesibilidad"
Solo ha hecho falta continuar paseando por el corazón de la ciudad para asistir al poder (y los riesgos) del boca a boca. En los famosos corrillos ya ha habido quien ha elevado el problema a escala estatal. “Dicen que no hay luz ni en Galicia”, se ha mencionado en uno de aquellos encuentros improvisados. Alguien le ha corregido rápidamente: “A mí me han dicho que en toda Europa están igual”. Cerca de la calle Mallorca, un joven estudiante ha informado a una dependienta que el corte se ha producido en todo el planeta. Ella, absorta, le ha preguntado: “¿Pero cómo es posible?” El chico ha presumido de tener todas las respuestas: “Dicen que ha sido un ciberataque”. En ese punto, toda Barcelona ya estaba jugando al juego del teléfono.
Más de una hora después, la caída ha concedido una pequeña tregua a la señal de los teléfonos. Ha sido, sin embargo, demasiado breve. En los establecimientos nunca se ha reiniciado la actividad. Todavía muchos de los transeúntes incluso desconocían lo que había pasado, especialmente los turistas internacionales, que se han limitado a disfrutar de la belleza de la ciudad. En una de las calles, la propietaria de un restaurante italiano ha tenido que frenar a una pareja de extranjeros que querían sentarse en la terraza. “Sorry, we're all closed in Spain”, le ha comunicado en un perfecto inglés. “Oh, siesta time?”, le ha respondido el hombre, entre risas. Aunque ha intentado explicárselo detenidamente, aquel turista se ha marchado sin acabar de creerse que todo esto fuera verdad.
Con el paso de las horas, he asumido mi increíble realidad: estoy atrapado en esta inmensa ciudad. Los pocos restaurantes que permanecen abiertos venden marisco o bocadillos fríos, pero únicamente aceptan efectivo. Tan acostumbrado a pagar con tarjeta, me he quedado en fuera de juego. A las tres y media de la tarde no dispongo de una manera de llegar a casa, ya que no hay ni metro o Rodalies. No tengo cobertura ni Internet, no me queda casi batería, no puedo comprar comida y, sobre todo, no hay información. Mi única alternativa es sentarme delante del edificio del Banc Sabadell de rambla de Catalunya y empezar a escribir estas líneas. Unos minutos más tarde, un señor de unos 60 años decide acompañarme. Lo hace con un silencio cómplice. Así durante un buen rato. Hasta que consigue contactar con su pareja y comentarle la situación. Es idéntica a la mía.
"Por toda la rambla de Catalunya veo decenas de personas sentadas, apoyadas en una esquina. Atascadas en un apagón que ya se extiende horas. Resoplan cansadas, como si todo esto fuera un castigo inmerecido"
Su partida me deja pensando. Acto seguido, levanto la cabeza y lo entiendo todo. Por toda la rambla de Catalunya veo a decenas de personas sentadas, apoyadas en una esquina. Atascadas en un apagón que ya se extiende horas. Todos llevan el móvil en las manos. La mayoría, con un gesto contrariado. Resoplan cansadas, como si todo esto fuera un castigo inmerecido. Igual que en mi caso. Cualquier problema que yo pueda tener, probablemente ya le ha sucedido a cualquier otra persona en Barcelona. O peor. Entonces, hacía un buen rato que paseaba entre las calles del Eixample, mientras buscaba recoger los efectos de un apagón tan imprevisible como este. Todo ello, sin darme cuenta de que el mejor ejemplo lo tenía delante.