La Comisión Europea y el Reino Unido han acordado reducir la cuota de merluza del Gran Sol un 20% (de 40.000 toneladas a 32.000) para 2025, y aunque algunos esperaban una cuota aún más baja, no es una buena noticia. De hecho, es una noticia muy mala para los barcos vascos que se dirigen hacia allí, especialmente para los que salen de Ondarroa. La lectura del impacto económico de esta decisión y de otras similares depende de la proximidad de los resultados: cuando la parte afectada nos queda cerca, solemos decir que es una decisión mala o perjudicial, mientras que si la parte perjudicada está lejos, destacamos los aspectos positivos de la decisión. Dicen que hay que detener el derroche de energía y la contaminación sin control, pero ante medidas que perjudican a nuestra industria, nos negamos a aceptarlo. Quieren que las cosas cambien, pero no quieren cambiar ellos mismos; un reflejo de la condición humana.
El siglo XXI nos ha puesto frente al espejo de nuestra crisis global: hay que cambiarlo todo, ya que desde el punto en que nos encontramos solo vemos el precipicio y es mejor no pensar en qué hay en el fondo de este abismo. En este camino hacia la sostenibilidad, aparecen preguntas incómodas, pero esenciales: ¿estamos dispuestos a aceptar que habrá ganadores y perdedores? Y aún más, ¿estamos dispuestos a aceptar que nosotros mismos podríamos no ser los ganadores? ¿Es posible gestionar estas transiciones de manera justa?
"Quieren que las cosas cambien, pero no quieren cambiar ellos mismos; un reflejo de la condición humana"
La transformación energética, la adopción de tecnologías sostenibles y la redefinición de la movilidad no son procesos neutros. En el camino hacia un futuro verde, algunos sectores, economías y territorios tendrán que dar, inevitablemente, un paso atrás. La industria del petróleo ha sido el corazón económico de ciertos países y regiones, y su declive afecta no solo a las grandes corporaciones, sino también a millones de trabajadores y comunidades que dependen de este sector para sobrevivir.
La historia nos ofrece valiosas lecciones. Durante la Revolución Industrial del siglo XIX, millones de campesinos dejaron sus aldeas rurales para trabajar en fábricas urbanas. Se creó una gran tensión: para las economías europeas fue una época de ganancias, pero para las comunidades rurales y los artesanos, fue un duro golpe, una destrucción del estilo de vida preexistente. El crecimiento de la tecnología digital en el siglo XX transformó sectores enteros, y a la vez dejó fuera de juego a muchas industrias, desde la imprenta tradicional hasta los comercios físicos.
La transformación actual presenta retos de una magnitud similar, pero con una escala aún mayor. Las energías renovables, la economía circular y el transporte eléctrico son los pilares del nuevo modelo y es razonable pensar que los países que actualmente invierten en estos ámbitos serán los líderes de la economía mundial del mañana. Sin embargo, sabemos que las transiciones tardan mucho tiempo para aquellos que deben sufrir las consecuencias negativas.
La cuestión no es quién ganará o quién perderá, sino cómo garantizar que las olas de cambio no perpetúen las desigualdades actuales. Los campesinos que emigraron a las fábricas afrontaron todo el proceso casi sin ninguna protección; salieron de su casa con las manos vacías y llegaron de la misma manera. Quizás es hora de demostrar que hemos aprendido algo: hay que garantizar políticas que redistribuyan cargas y beneficios.
"La cuestión no es quién ganará o quién perderá, sino cómo garantizar que las olas de cambio no perpetúen las desigualdades actuales"
La historia nos muestra que las transiciones nunca son fáciles. Sin embargo, en esta ocasión, no solo se trata de adaptarse a un cambio económico o tecnológico, sino de garantizar nuestra existencia como especie. Quizás es el momento de aceptar que, para ganar colectivamente, algunas personas tendrán que perder individualmente. Compensar, gestionar, y, en la medida de lo posible, convertir estas pérdidas en nuevas oportunidades, es la clave.