Hace dos meses, me apunté a clases para mejorar mi nivel de natación. Nadar es algo que he hecho toda la vida, los veraneos siempre en la playa y un padre que nos enseñaba a nadar desde que éramos pequeñas me incitaron a ello, pero nunca había aprendido a hacerlo con técnica y arrastraba muchos defectos de todos estos años.
Aprender a nadar bien era algo que hacía mucho tiempo que deseaba hacer, pero que siempre iba postergando con alguna excusa (falta de tiempo, pereza y cierta incomodidad de enfrentarme a un desafío, por qué no decirlo). Además, ello me implicaba un cambio de club que estaba mucho más lejos de mi casa y que representaba una barrera más, una de esas pequeñas resistencias que usamos para seguir en lo conocido.
Finalmente me decidí, y así, un martes cualquiera, me encontré saliendo de casa a las 6:30 horas de la mañana, en pleno mes de febrero. Os puedo asegurar que no era precisamente el momento más tentador para bajar en bici hasta la playa ni para meterse en una piscina, pero la fuerza de voluntad me ayudó.
Primeros momentos de incomodidad... ¿Tendré el nivel adecuado? ¿Seré capaz de seguir el ritmo? ¿Serán todos mucho más jóvenes que yo? ¿Me arrepentiré de haberme apuntado? Pero una vez pasados estos primeros momentos de inseguridades, puedo decir que es de las mejores cosas que he hecho por mí.
"Vivimos en una cultura que valora al experto, al que domina, al que "ya sabe", pero olvidamos el enorme poder que tiene abrazar la mente del principiante"
La satisfacción de aprender un viraje que a mí me parece ya muy decente, mejorar la velocidad de una manera diferencial, aprender la importancia de la respiración en las diferentes situaciones y hasta defenderme en el estilo de mariposa ha sido una revolución personal.
Estoy aprendiendo. Estoy, otra vez, empezando. Y eso, a ciertas edades, es una declaración de intenciones.
Vivimos en una cultura que valora al experto, al que domina, al que "ya sabe", pero olvidamos el enorme poder que tiene abrazar la mente del principiante. En japonés existe una palabra para eso: Shoshin. Significa aproximarse a algo con apertura, entusiasmo y sin preconceptos, como lo haría un principiante.
No es fácil. Como adultos evitamos ser principiantes. Evitamos parecer torpes, sentirnos inadecuados, fracasar en público. Preferimos lo que dominamos. Nos quedamos donde nos sentimos competentes. Pero esa zona de confort es también una zona de estancamiento.
"Hay magia en volver a ser principiante. En aceptar ser malo en algo nuevo, sin vergüenza ni expectativas"
Hace poco leí una historia contada por Shaan Puri, que me resonó profundamente. A sus 36 años, decidió empezar a tomar clases de piano con una profesora que normalmente enseña a niños de ocho años. Se sentaba en un banquillo diminuto entre Emma, de 7 años, y Tyler, de 9. Su profesora le ponía pegatinas de estrellas doradas cuando tocaba correctamente Oda a la Alegría sin mirar las manos. Y él, un empresario exitoso, confesaba sentirse inmensamente orgulloso de esas pequeñas victorias. Porque hay magia en volver a ser principiante. En aceptar ser malo en algo nuevo, sin vergüenza ni expectativas.
Como él mismo decía, "la mente del principiante es un superpoder". Y citaba a Naval Ravikant: "El orgullo es el enemigo del aprendizaje... los grandes artistas siempre tienen la capacidad de volver a empezar".
También recordé la historia de Steve Martin, el famoso cómico que, tras triunfar en el cine y la comedia, decidió dedicarse a la música. Empezó a escribir poesías horribles. Tan malas que se le ocurrió convertirlas en letras de canciones country. Resultado: un Grammy. Porque se permitió ser malo. Porque se atrevió a empezar.
En el mundo empresarial ocurre lo mismo. Nos cuesta reconocer que necesitamos seguir aprendiendo. Nos enorgullecemos de la experiencia, pero la experiencia sin renovación se convierte en obsolescencia. En un contexto donde el 40% de las competencias profesionales cambiarán en menos de cinco años, la mentalidad del aprendiz no es un lujo, es una necesidad.
"En un contexto donde el 40% de las competencias profesionales cambiarán en menos de cinco años, la mentalidad del aprendiz no es un lujo, es una necesidad"
Aprender algo nuevo -ya sea nadar mejor, tocar el piano o entender los principios de la inteligencia artificial- te cambia. Te conecta con tu vulnerabilidad, te entrena en la humildad, y te recuerda que crecer implica salir del lugar donde todo está bajo control.
Y también es contagioso. En las empresas, los líderes que se muestran aprendices inspiran a sus equipos. Rompen el mito del jefe infalible y abren espacios para la experimentación y a la innovación.
Volver a aprender también nos humaniza. Nos recuerda que no somos producto terminado, sino proyecto en curso. Nos obliga a mirar con nuevos ojos lo que dábamos por sabido, y a descubrir posibilidades que antes pasábamos por alto.
Volviendo a la piscina, esta semana logré cruzarla entera en un subacuático de patada de mariposa. No fue un gran hito para la natación mundial, pero para mí fue una victoria que me hizo sentir orgullosa de mí como pocas cosas tienen el poder de hacerlo.
Y ahora te lanzo un reto: elige algo que siempre hayas querido aprender. Algo que te intrigue, te asuste un poco o simplemente te haga sonreír. Y empieza. Sé principiante. Sé torpe. Sé valiente. Porque en ese empezar está la semilla de todo crecimiento.
El éxito no está solo en llegar lejos. Está en animarse a volver a empezar.