Desde hace unos meses, mi canción favorita es Ramito de Violetas. Suelo cantarla en todas partes: en la ducha, cocinando, tarareándola mientras termino de ordenar la habitación o mientras voy al trabajo en bicicleta. La canción, que es muy antigua, habla de un matrimonio que se ha enfriado por el mal carácter del marido. Sin embargo, la mujer lleva años recibiendo flores de un admirador desconocido y cartas de amor, lo que le permite mantener la esperanza de un amor oculto. Al final de la canción, se descubre que, en realidad, es el marido quien le envía las cartas y las flores, algo que da mucha pena porque, con una conversación sincera, esto se habría podido resolver. Pero viven condenados por sus propios miedos y mentiras a una felicidad de escapatoria. Me gusta su componente trágico: un problema que continúa porque nadie comparte las palabras correctas.
El otro día, visitando a unos amigos en su casa, la puse en la cocina y se la traduje a Rahel, que es alemana, pero está aprendiendo catalán por iniciativa de su compañero de piso y de departamento. “¡Ah! Esto es como la canción de la piña colada”, soltó de repente. Yo me quedé perpleja, pero ella continuó: “Sí, si lees la canción, no es solo una canción de buen rollo californiano, sino que trata de una mujer que pone un anuncio en el periódico buscando a alguien a quien también le guste la piña colada, correr bajo la lluvia, que odie el yoga, pero adore el champán”. Por lo visto, la historia acaba de forma parecida a la otra: la mujer recibe un pretendiente y, cuando ambos llegan a la cita, descubren que son su marido y su esposa, respectivamente. Es decir, que la persona con quien mejor se entendían era la misma que ya habían escogido hacía mucho tiempo, pero que habían olvidado.
"A veces, lo que es mejor para nosotros ya lo tenemos, pero no lo valoramos fijándonos solo en aquello que nos podría hacer aún más felices"
A veces, lo que es mejor para nosotros ya lo tenemos, pero no lo valoramos fijándonos solo en aquello que nos podría hacer aún más felices. A veces, como décimos catalanes y alemanes, las ramas de los árboles no nos dejan ver el bosque. No solo nos pasa en el amor. También nos pasa con otras decisiones de la vida: el trabajo que realmente me hace feliz, una iniciativa que siempre he querido emprender, o la parte dura de tu pasión que no te deja ver que, en realidad, ya estás haciendo lo que siempre has querido hacer. Está claro, si quieres ser escritora e investigadora, rica no serás, pero precisamente al hacer lo que te gusta ya estás ganando la lotería en un contexto de opciones limitadas.
Bailando en la cocina mientras Rahel termina de preparar la cena y yo finjo que ayudo con algo, pienso que todas las presentes hemos elegido nuestro ramo de flores y hemos respondido a nuestro propio anuncio del periódico: hemos optado por un modelo de vida que no es normativo, que no nos llevará a la hipoteca, el perro, el gato, llevar a nuestros hijos a actividades extraescolares cada fin de semana o jugar al pádel dos veces por semana con nuestro mejor amigo del instituto. No tendremos inversiones jugosas ni iremos a resorts en las vacaciones de verano. Lo sabemos, pero tampoco lo cambiaríamos por la felicidad que nos da ir a la ópera con vaqueros y hacer una reseña, escribir en un tren de alta velocidad o pasar los veranos asistiendo a una compañía de teatro. Conscientemente, hemos apartado la ambición de los bienes materiales por nuestra propia coherencia existencial, que no coincide del todo con la de la mayoría de nuestras amistades. Y no pasa nada. Por primera vez en muchos años, estamos tranquilas. Sabemos que todos los ramos de flores que recibamos serán de trabajos que nos llenan por dentro y de amantes que reconoceremos y apreciaremos, les guste o no la piña colada.